LA CENICIENTA DEL MERCADO

LA CENICIENTA DEL MERCADO

 

LA CENICIENTA DEL MERCADO

 

Aquella noche, Pitufa se hallaba reunida con sus compañeros federados, ultimando acuerdos favorables al gremio. De pronto un leve bajón anímico la indispuso para seguir con la agenda prevista. A fin de reponerse, abandonó su sitio y, con expresión ausente en el rostro, caminó  hacia la ventana que daba a la avenida Colonial. Cruzó los brazos sobre el pecho levemente encogido y suspiró hondo. Pensó en su madre que desde hace veinte años venía trabajando como verdulera en una paradita del jirón Ucayali. Le preocupaba la posibilidad de que ella perdiera su puesto de trabajo. “Tan buena mujer que es, ¿en qué trabajaría?”. Pensó también en su hermano Chanan que como el resto de la familia se dedicaba a la venta ambulante. “Él no me preocupa. Es hombre y tendrá que buscarse la vida.”  

Pensó en sí misma y, una repentina angustia se apoderó de su ser. “¿Y qué será de mí? Tampoco estoy preparada para otra cosa que no sea vender y dirigir a trabajadores ambulantes. No he logrado estudiar una carrera universitaria, como era mi ilusión. Mi único diploma de estudios lo obtuve hace ocho años en un colegio comercial. A los veintiséis años y sin currículum académico ¿dónde voy a conseguir un empleo en caso de perder mi quiosco?”. Giró el cuerpo hacia atrás, como queriendo sacudirse del malestar que agobiaba su espíritu. Para tomar un poco de aire y calmarse, pidió  permiso a sus colegas y salió de la sala de juntas. Abandonó el viejo edificio, casi sin darse cuenta.

 Sus pasos, de pronto cansinos, la llevaron hasta el tenderete de un vendedor de golosinas y tabaco. Compró un cigarrillo, cosa nada habitual en ella. El vendedor alargó la mano ofreciéndole fuego. Ella aprovechó la llama del palito de fósforo que sostenía el hombre y, aspirando la nicotina con vehemencia, encendió el cigarrillo que tenía pegado a los labios. Agradeció la amable atención del negociante y volvió sus pasos hacia la puerta de entrada al local de la Federación. Allí se plantó, echando bocanadas de humo al viento. Por primera vez, y sin poder evitarlo, sentía miedo. ¿Hacia dónde dirigía sus mejores años? ¿Había planificado alguna vez su vida? ¿Cuál  era su futuro, siendo una mujer sola, sin un hombre con quien compartir el proyecto de un hogar feliz y que le infundiera ánimos en las  circunstancias difíciles?

Una tenue sombra de desilusión opacó la brillantez de sus ojos verdes. Su juventud se iba junto con las luchas de los trabajadores ambulantes. De pronto sentía que su cuerpo ya no era de roble compacto, ni su espíritu invulnerable a todo peligro. La temible incógnita de un mañana incierto la descomponía por dentro. ¿Tendría que volver a empezar, deshacer lo andado para trazarse un camino nuevo? Con un mal sabor de boca arrojó al suelo su cigarrillo a medio consumir y lo pisoteó hasta apagarlo. Luego, envuelta en una actitud contrita, cosa rara en ella, volvió a subir las escaleras del inmueble.

Sus compañeros, al verla  entrar en la sala, con semblante desencajado, se extrañaron. Ella fue franca y les dijo que se sentía mal. Pidió disculpas a todos porque iba a dejar la sesión para ir a casa a descansar. “Vaya nomás, compañera.”, le dijeron. Procedió a recoger su cartera y otros papeles personales y con un“hasta luego” abandonó el local de la federación. 

Cuando bajaba las escaleras del edificio, se topó con una persona a la que nunca hubiera imaginado ver por allí: un joven comerciante de telas que desde hacía algún tiempo estaba trabajando en la zona comercial de Plaza Unión. Era un joven alto y bien parecido, aunque a ella esto no le importaba. Ni le caía simpático ni le inspiraba confianza. Es más, con él no había cruzado más que un par de palabras el día que vino a buscarla para inscribirse en la Asociación. Sabía que se llamaba Jubert, porque lo había leído en su ficha, pero nada más sabía de este hombre. Tampoco le veía en las asambleas que celebraban los asociados a pesar de que continuamente le invitaba a participar en ellas. ¿Qué vendría él a buscar al local de la Federación? El joven se plantó ante ella y con gesto de niño inocente le dijo que venía a sumarse a las luchas que estaban realizando los trabajadores ambulantes.

Se quedó parada escudriñando el rostro de quien, con ademán firme, le aseguraba que estaba dispuesto a enfrentarse a los abusivos municipales a fin de no perder su puesto de trabajo. Pero ella, al suponer que a él sólo le movía el interés personal, desatendió sus palabras. “Perdóneme compañero –dijo–. No me encuentro bien. Me voy a casa”.

Pitufa esquivó al joven que obstaculizaba su camino y avanzó escalera abajo.  Pero él la siguió por detrás dando brinquillos y diciéndole que no conocía a nadie allí arriba y que le agradecería mucho si pudiera acompañarle hasta el local.

–No pienso subir otra vez – le dijo– Vaya usted solo y preséntese a los dirigentes de la Federación como un compañero de nuestra base. Además, le repito, no me encuentro bien. Entiéndame, por favor.

– ¿Sufre de estrés, señorita? –Dijo el empecinado–: Le aconsejo relajación, no se deje absorber por el trabajo, evite caer en la fatiga psico-fisica que puede conducirla incluso a la depresión.

Pitufa seguía su camino, oyendo con cierto fastidio las ocurrencias de aquel impertinente. Estaba a punto de decirle que se fuera al cuerno y la dejara en paz de una vez. Pero, cuando le oyó decir que tenía carro y si ella quería podía llevarla a su casa, cambió de parecer y se volvió hacia él con un brillo de interés en la mirada. “Bueno, ya que insiste, acepto.”

“Espéreme aquí un minuto” Dijo el joven y desapareció por algún lado de la Plaza. Pitufa se detuvo un instante en la esquina de la avenida Colonial con el Ovalo de Dos de Mayo. Pero al pensar que el gracioso ya no se aparecería por allí avanzó con dirección a la calle Moquegua. De pronto, cuando iba a cruzar la avenida Alfonso Ugarte, una serie de bocinazos escandalosos la hicieron volverse.

Se sorprendió al ver al chistoso joven que, dispuesto a cumplir su palabra, detuvo su vehiculo al borde de la acera y tras abrir la puerta por donde se encontraba ella la invitó a subir. Pitufa dudó un instante. En realidad desconocía la vida del apuesto caballero. No sabía tampoco qué clase de persona era. Le conocía sólo de vista, desde que le veía vendiendo sus telas en el mercado. Por fin decidió subir al coche aunque actuando a la defensiva, con movimientos lentos y el rostro serio.

Le observaba de reojo. Quizá hacía mal en acomodarse al lado de un conductor parlanchín que además no dejaba de mirarla de un modo que la incomodaba. Y, cuando el vehículo penetró lentamente en esa encrucijada vial que caracteriza a los angostos jirones de Lima Cercado, Pitufa  temió que el hombre fuera a detener su vehículo en algún rincón oscuro e intentara abusar sexualmente de ella. Por fin, al divisar por los cristales del coche los elevados edificios de la avenida Abancay, respiró con tranquilidad. Pidió al conductor que la dejase en la esquina del jirón Miro Quezada, a lo que éste accedió con una sonrisa. Antes de bajar del vehículo, agradeció a Jubert por su amabilidad.

–Espero que volvamos a vernos pronto –dijo Jubert.

–Tal vez –respondió Pitufa, con una sonrisa pálida en el rostro.

Luego ambos se despidieron con un "hasta luego".

Ya en casa, Pitufa relajó su cuerpo con un refrescante baño, luego fue a la cocina y aprovechó una tortilla de huevos que su madre le había preparado. Más Tarde, metida ya en la cama, un sentimiento extraño embargaba su alma. Se le revelaba el rostro de quién de pronto se había cruzado en su camino y tras convencerla con fina labia la había traído en carro hasta una cuadra próxima a su casa.

Arrugó la frente y se preguntó: “¿Quién es éste que de pronto viene hacia mí y me seduce con sus gracias de niño bueno?”. Un suspiro brotó de lo más hondo de su ser. “Pero es tan guapo que cualquier mujer se interesaría por él. ¿Y por qué es tan amable conmigo?” Su intuición femenina, le hizo  suponer que Jubert le había echado el ojo y andaba detrás de ella para cortejarla. Esa noche se durmió con una dulce sonrisa en el rostro.

Sentía un irresistible interés por averiguar cuales eran las otras actividades que complementaban la vida de quien le parecía un hombre que era mirado por las mujeres con el deseo de poseerlo. Tras vacilar un instante entre si era o no oportuno, decidió ir a visitarlo a su parada. Para disimular su intención, cogió su carpeta de dirigente y su lapicero de tinta azul cuya punta, pronto y sin darse cuenta, metió en la boca. Mientras avanzaba por el pasillo, pensaba que nunca había buscado a un hombre con la pretensión de enamorarlo, ¿lo iba a hacer ahora y a la vista de todo el mundo? “A enamorarlo, no –rectificó su ocurrencia –. Sólo me gustaría hacer amistad con él”.

Al distinguirlo, entre la gente que le rodeaba, reconoció que era un joven realmente bello. Pensó “Cualquier chica se volvería loca por él.” No sabía qué hacer, si lanzarle un piropo para llamar su atención o desaparecer de allí. En eso, al ver que el joven le guiñaba un ojo, sintió un agradable retintín en su corazón de piedra. Aún así logró mantener sus cualidades de mujer fría, nada sentimental ni romántica. Pero, cuando el joven la saludó amablemente en voz alta y le dijo que en un minuto estaba con ella, sintió emoción. “Parezco una niña dejándose llevar por un caramelo”, pensó. Se dio aplomo para decirle al apuesto joven que si estaba ocupado ella volvería más tarde. “Por favor, señorita linda –le dijo el otro– Ahora estoy con usted.”

.Y decidió esperarlo, confundida entre la gente, sin perder la altivez de su mirada y dándose unos aires de reina de Egipto. Al verle venir hacia ella, le tendió la mano en señal de saludo, pero el muy fresco, en vez de corresponder al saludo manual, la tocó suavemente del brazo y sin darle tiempo a nada, acercó el rostro a ella y le estampó un sonoro beso en la mejilla. Pitufa sentía que una llamarada frugal abrazaba su rostro, y que su corazón se había convertido en una máquina de fabricar suspiros; aún así, al notar la mirada de sus colegas comerciantes y del público casero que andaba por el mercadillo, reaccionó a tiempo.

Con ligero movimiento de cabeza echó hacia atrás las mechas de pelo que la importunaban y, devolviendo a su rostro esa seriedad que la caracterizaba, le dijo al atrevido que sólo había venido a cobrarle las cuotas que estaba debiendo a la asociación. La mirada varonil del joven, seguida de una sonrisa cándida, prendieron fuego nuevamente en algún punto de su feminidad y Pitufa llegaba a tocar el cielo y era feliz.

La voz suave de Jubert proponiéndole tratar el asunto en un lugar donde hubiera menos ruido y mayor comodidad, desbordó aún más su imaginación. “Que tal si lo hablamos en una cafetería”, le dijo él. “¿Y por qué no?”, respondió ella, dejándose llevar por la insinuación del atractivo comerciante. Se pusieron de acuerdo y echaron a caminar hacia la salida del mercadillo. Y, para que allí nadie sospechase que entre ellos había algo más que simple compañerismo, ella le iba explicando en voz alta algunos asuntos relacionados con la problemática de los trabajadores ambulantes.

Sentía una infinita atracción por aquel joven de cuerpo atlético y finos modales. Por eso, empezó a salir con él. Le encantaba oírle hablar, con sus frases técnicas y sugestivas, admiraba su agilidad mental y su sabiduría. Algo especial tenía este hombre aparte de su mirada fulgurante y su verbo consistente, algo tenía que le hacía creer que no se hallaba ante un simple trabajador ambulante sino ante una persona perteneciente a otro status social.

Pitufa ardía en curiosidad por saber los orígenes de quien destacaba entre el tumulto por su buena presencia, sus bucles de oro y su elegancia en el vestir. Él mantenía además su cuerpo siempre limpio y perfumado. Pitufa vino a notar un detalle en las manos del joven, éstas no eran callosas, como las de la mayoría de trabajadores ambulantes, sino que se parecían más bien a las de un estudiante de arquitectura. De otro lado él tenía distinción, un estilo de comportamiento único, cualidad que se expresaba en su modo de sentarse en una silla, de coger los cubiertos, de comer y de beber, siempre con impecable corrección.

Pitufa no se cansaba de admirarle: “Qué guapo y fino es”. ¿No será un príncipe escapado de un palacio?” Y, para satisfacer su curiosidad, una noche, mientras estaban sentados, uno frente al otro, a la mesa de una dulcería de la avenida Alfonso Ugarte, le preguntó dónde vivía y con quién y si aparte de vender artículos de plástico en Plaza Unión se dedicaba a otra cosa. Jubert le contó que vivía en el distrito de Lince, en un pequeño piso de alquiler que no compartía con nadie más que con su sombra, y que por otro lado estaba estudiando Ingeniería Administrativa en una universidad particular de Lima. Él esperaba graduarse pronto para empezar a ejercer su profesión, pero además ambicionaba ser propietario de un centro comercial en Lima, proyecto para cuya realización estaba ahorrando dinero

–Si todo va bien pronto empezaré a buscar el local donde establecer mi empresa –añadió.

– ¿Y cuando hayas conseguido todo eso, qué? –preguntó Pitufa mirándole con pícara curiosidad. 

– Una vez alcanzados mis objetivos, pues me gustaría casarme con una chica tan linda como tú –le dijo con gesto insinuante.

Una gota del dulce de melocotón que estaba saboreando se quedó estancada en su garganta, impidiéndole respirar con normalidad. Se puso a toser, cubriéndose la boca con una servilleta de papel que había cogido de la mesa. De pronto, sorprendida, sentía cómo el atento caballero le quitaba la servilleta con suavidad y en su lugar ponía un pañuelo blanco, regiamente doblado que olía a perfume.  “Está limpio –le dijo–. Lo traje de casa esta mañana, y aún no lo he empleado.” Pitufa acarició la prenda con la yema de los dedos, antes de utilizarla. Le dio las gracias por su gentileza. Y añadió: “Estoy encantada de tratar con una persona como tú”

Sus brillantes ojos verdes permanecían clavados en las pupilas del bello e interesante mozo cuyas palabras la hacían volar por lugares fantásticos, lejos del sector del comercio ambulante. “Este hombre me fascina –pensaba–. Ponerme de novia con él, futuro profesional y empresario, sería ideal. Yo que ando cerca de los treinta años, ¿por qué no tener la ilusión de casarme?”

Se quedó absorta, reflexionando sobre su vida. Hasta hoy, ésta había sido una constante dedicación a la lucha por resolver la problemática social de los trabajadores ambulantes. A este afán casi utópico había consagrado su juventud, con toda su alma y su energía, tras haber abandonado sus estudios, sus ambiciones particulares, sus proyectos de montar una tienda de ropa. Había luchado tanto en favor de otros, y sin recibir nada a cambio, salvo las duras críticas de algunos compañeros que no estaban de acuerdo con su dirigencia.

De pronto sentía agobio, y un deseo irrefrenabe de desaparecer del ámbito donde había transcurrido gran parte de su vida. La idea de retirarse de la dirigencia de vendedores ambulantes relampagueó en su cerebro. “Además necesito disponer de tiempo libre para empezar a labrar mi felicidad como mujer. Anhelo tener a mi lado un hombre cariñoso y responsable que pueda darme amor y sobre todo seguridad económica. Esto es importante para mí. Así cuando tuviera más edad, no tendría que estar como mi pobre madre vendiendo verduras por el mercado”.

Pitufa creía que la nueva etapa de su vida podría estar ligada a este joven inteligente y decidido a ser grande. “Él podría darme el amor y la seguridad que necesito. Es el hombre con quien quisiera enmendar el rumbo de mi vida. Por lo demás, es un tipazo, como para lucirme con él en cualquier parte”

Y, pronto, dejó a un lado su carpeta de dirigente y se empeñó en el arreglo de su persona. Fue a una peluquería y se hizo teñir el pelo de rubio, para igualar a su pareja. Luego entró a una boutique donde adquirió un vestido rojo muy ceñido al cuerpo y escotado por los muslos y la espalda. Después se la vio salir de una zapatería luciendo unos tacos de vestir número 9.

Sintiéndose como la princesa de Mónaco: fina, bella, elegante y más distinguida que nadie, lo llamó a su celular para decirle con voz susurrante: “¿Cómo estás, guapo? Oye, ¿nos vemos más tarde?”.

Jubert le respondió que estaba encantado con su propuesta, que saldrían juntos pero con la condición de que él pagaría los gastos del paseo. Pitufa le pidió que viniera a recogerla a su casa a las nueve de la noche.

Pero cuando llegó esa hora, Pitufa todavía seguía arreglándose lo mejor que podía. Se había puesto el vestido y los tacos nuevos, y ahora encendía sus labios con un atractivo color púrpura; depiló en seguida de manera primorosa sus espesas cejas, rizó un poquito sus vigilantes pestañas y retocó su rostro con polvos y otros productos extraídos de un manual de cosmética. Una vez arreglada, salió a la sala a esperarlo con una ansiedad de adolescente enamorada. Era una conducta nunca antes vista en ella. Por eso, su madre le dijo:

– ¡Niña, qué guapa estás! ¿Acaso vas a conquistar al príncipe de España?

–No, mamita. Espero a un joven que trabaja en mi base. No sé si lo conoces. Es un chico excepcional. Cuando venga te lo presentaré. Y añadió meneando el cuerpo con alegría: – ¡Quiero vivir, mamá! Quiero ir a cenar y a bailar con el chico que me gusta. Soy joven todavía y anhelo sentir la ilusión del amor. Tengo derecho a la felicidad.

–Claro que sí, hija. Y ojalá que encuentres al hombre adecuado con el que puedas formar tu hogar. Pero dime ¿Es un dirigente de vendedores ambulantes ese joven?

– ¿Qué más da si no lo es? Todos no hemos nacido para ser dirigentes. Cada persona tiene un talento para algo. Jubert es un tipo inteligente, hábil para los negocios y además piensa en grande.  Su palabra me inspira confianza, ¡es bello, precioso!

–Estás loquita por él. Te deseo suerte con esa relación ¡Ah, están tocando la puerta! Ya está aquí. Saldré a recibirlo. Le diré que estas alistándote.

Aprovechó que su madre salía a recibir al visitante, para volver corriendo a su cuarto. Llegó jadeante ante su pequeño tocador, fijó su rostro en el espejo y repasó el colorete en sus labios, dejándolos más apetitosos que nunca, rellenó de maquillaje sus mejillas carnosas, dejándolas más coloradas que una puesta de sol en verano ardiente, y en seguida se retocó el pelo, que se le había despeinado a causa de la incontrolable emoción. “Parece mentira, Pitufa. Tú que siempre has criticado a las chicas burguesas que se gastan un dineral sólo por la vanidad de verse convertidas en reinas y figurines, hoy te pareces a una de ellas. Te has gastado casi la mitad de tu capital de trabajo comprando artículos de belleza, te has maquillado como una payasa y todavía no estás conforme con lo que te has puesto, sigues mirándote la cara en el espejo, como si creyeras que con un retoque más podrías llegar a ser la mujer más bella del mundo”.

Sus ojos satisfechos acompañaron el suave recorrido de sus manos por las partes más femeninas de su cuerpo, que ahora le parecía sensual y atrevido. Meneó los hombros y la cadera con coquetería: “Este lindo vestido me entalla la cintura, pero me aprieta las nalgas, me veo culona. Uy, debo tener cuidado al caminar con estos tacazos si no quiero verme tirada por el suelo. ¿Eres tú Pitufa, o tu otro yo que pretende vivir un cuento de cenicienta? ¡Vaya si no estás cambiada pelona! ¿Dónde están tus ideas en contra de las mujeres que enseñan las tetas y las piernas?”

Con ágiles dedos estiró un poquito hacia arriba la pechera del vestido para no dejar al descubierto más que una parte de sus senos. Tras este apaño, y con la idea de dar un tono moderado a sus musculosas piernas, extrajo del viejo ropero sus medias de nylon color carne y se las puso de prisa. Por fin, cuando consideró que estaba bien arreglada y maquillada se hizo la señal de la cruz y caminó hacia la sala. Su madre charlaba animadamente con quien al verla, le sonrió con dulzura.

Esta vez ella lo saludó con un beso anhelante. Tras una breve charla familiar, Pitufa dijo a su madre que iba a salir con Jubert.

–No me la traiga muy tarde de la calle, joven –dijo Olga a Jubert. Y, dirigiéndose a los dos, añadió–: ¡Y mucha suerte!”

Su pretendiente la llevó a cenar a un restaurante iqueño situado en el corazón de la rica Miraflores. El ambiente era animado por una alegre y bulliciosa peña criolla, con músicos que hacían diabluras con la guitarra y el cajón, mientras el vocalista del grupo bailaba en medio de un par de morenas despampanantes. Le gustaba ver este tipo de espectáculos, aunque nunca había tenido la oportunidad de disfrutarlo a sus anchas, como ahora.

Desde su mesa, que presentaba platos con carne, arroz y verduras, copas rebosantes de vino, vasos con ensaladas de frutas y otros manjares, aplaudía sonriente al conjunto de chicas que obsequiaban a los comensales sus bailes afro-caribeño, el landó y la zamacueca. Y luego ovacionaba a las parejas que bailaban valses, marineras y huaynos luciendo los trajes típicos de varias regiones del país.

En aquel salón de fiesta, sentada regiamente y esbozando una linda sonrisa, junto a su guapo acompañante, se parecía más a una Miss Perú que a la Pitufa dirigente que a diario recorría los puestos de los compañeros para pedirles su participación y entrega total a la lucha por mejorar sus condiciones de trabajo y vida. Esta mujer de espectacular peinado y mirada sensual y labios intensamente rojos, que hacían tono con su vestido elegante y atrevido que le permitía lucir sus pechos lozanos, su espalda torneada y sus piernas bien formadas, ocasionando más de una mirada de los hombres allí presentes, de ningún modo podía ser la misma que acostumbraba armar debates entre vendedores ambulantes a fin de encender sus ánimos e impulsarlos a la acción social. Y, bien ¿quién tenía la culpa de este cambio en su persona? ¿Ella misma porque así lo había querido o el guapetón que ahora la estaba mirando de una manera especial, como si quisiera decirle algo romántico? No cabía duda de que estaba trastornada por él. Pensaba: “Es un papacito, como para comérselo con zapatos y todo”

Al pensar en el sexo, recordó que, a pesar de su edad, nunca había estado en la cama con un hombre. Era virgen, pero esto no le preocupaba. Era casta y pura, porque nunca se le había presentado la oportunidad de amar, jamás se había sentido tan enamorada de un hombre como para entregarle su cuerpo entero. Pensó que esto no importaba, en absoluto. Que si llegaba el momento de irse a la cama con él, pues usaría la imaginación para hacerle el amor y corresponder a sus caricias.

Notó que él la miraba con esa intensa luz que reverberaba de sus ojos y que la hacían sentirse elevada hasta el cielo. Al verle aproximarse a ella, con su arrobadora mirada varonil, pensó que le diría que la amaba. Pero no fue así. Él comenzó a decirle que estaba pensando adquirir un terreno de mil metros cuadrados en pleno corazón de Lima para construir allí un centro comercial.

Pitufa le oía, pero con el alma ganada por el romántico bolero que en esos momentos interpretaba el vocalista del grupo musical y además con su cuerpo entonado por el exquisito vino rosado y semi seco de la cena. Ella deseaba con ardor que él le dijera cosas románticas. Por eso, apenas entendió lo que le dijo acerca de su proyecto futuro. Aún así, y sólo para hacerle sentir bien, suspiró: “Qué bien. Un centro comercial”. Acercó su rostro, cuya hermosura resaltaba el oportuno maquillaje, al de su compañero pidiéndole con unos ojos  insinuantes que la besara en los labios.

Pero Jubert seguía diciéndole que iba a tramitar la adquisición de este terreno tan pronto como tuviera reunido el dinero para tal efecto. Pitufa, picada por el desatino, enderezó su rostro con un ligero fruncimiento de cejas y casi de un manotazo atrajo hacia sus labios la copa de vino y siguió bebiendo. Tenía ganas de decirle que era un tonto, por no haber entendido lo que ella le insinuaba. Pero, al considerar que no tenía ningún derecho a hablarle así a un hombre que todavía no era su novio oficial, se calmó. Se puso a tararear una de esas baladas románticas del cantante Luis Miguel, mientras sentía que de su ser entero destilaban ganas locas de amar y de ser amada.

De pronto miraba con envidia a las otras chicas que bailaban pegaditas con sus parejas mientras se acariciaban y besaban con amor. Se preguntó si Jubert la veía bonita así como estaba, con los labios insinuantes, las piernas cruzadas provocativamente y medio embriagada por el licor ingerido, o prefería a la otra Pitufa, a la eufórica dirigente de vendedores ambulantes. Estaba a punto de preguntárselo, para satisfacer su curiosidad pero, por respeto a la seriedad de su compañero, no lo hizo.

“¿Qué clase de hombre es éste?”, lo observó, extrañada “Siendo tan extrovertido y activo en su trabajo ¿cómo puede ser tímido con una mujer? Realmente, no le conozco”. Se puso seria, al verle callado y con la mirada puesta en cualquier parte menos en ella. Iba a proponerle que salieran de allí, a tomar un poco de aire; pero él le ganó por una milésima de segundo en decirle lo mismo. Abandonaron el local; ella iba por delante y él por detrás aunque cogiéndola suavemente del brazo.

Al sentirse acariciada por el viento fresco de la noche, bajo las estrellas románticas que brillaban en el firmamento, le dieron ganas de dar un paseo. Jubert asintió, diciéndole que para bajar la hinchazón de la comida y la bebida sería mejor caminar un poco por el parque que se divisaba frente a ellos. Y, lo inesperado sucedió cuando ambos bajaban la pequeña pendiente del parque; él la atrajo hacia sí con sus potentes brazos y le dijo de porrazo:

–Epifanía, ¿quieres casarte conmigo?

Se quedó clavada en su sitio, mirándole como a un desconocido. Pensaba: “¿Quién es éste que sin haberme dado nunca un beso apasionado me pide que me case con él? Pero, ¿cómo es que no me dice cosas románticas? ¿Así me ama, a la distancia, con un respeto excesivo y hasta el punto de querer ser mi marido? Mirándole con marcada seriedad, le respondió:

–En verdad Jubert, no lo sé. Déjame pensarlo. Creo que el matrimonio es cosa seria y quiero estar bien segura de eso. Ahora, por favor, ¿me llevas a mi casa?

En el trayecto, de vuelta al centro de Lima, se preguntaba si podría llegar a ser feliz con un hombre así: cariñoso y agradable en algunas ocasiones y en otras frío y distante. Jubert parecía tener dos personalidades.

Sin embargo, a fuerza de frecuentarlo todos los días, se iba acostumbrando al modo de ser de su príncipe azul. No era el hombre perfecto que a ella le hubiera gustado que fuera, pero de todos modos era un hombre que valía la pena: guapo, trabajador, con una habilidad increíble para los negocios.

Consideraba a Jubert un vendedor estrella, que por la mañana destinaba tres o cuatro horas al comercio ambulante de artículos de plástico y por la tarde invertía algo menos de tiempo en la compra-venta de automóviles usados. Él realizaba estos dos negocios con una eficacia increíble y obtenía por ello suculentas ganancias. Pitufa aprendía muchas cosas de él, no de tipo sindical o político sino de corte comercial y económico.

Jubert le comento algunos pormenores del negocio de compra-venta de automóviles que realizaba. En primer lugar, le echaba el ojo a alguno de esos coches que todavía en buen estado van por las calles con el cartelito de: “se vende” y un número de teléfono pegado en la ventanilla. En seguida telefoneaba al propietario del vehículo y quedaba con él para que se lo mostrara detenidamente. Siempre iba a ver los carros con su socio, un experimentado mecánico, que le asesoraba en la parte técnica. Y, si la mercadería era buena, procedía a regatearle el precio al propietario, que generalmente quería vender su coche para comprarse uno nuevo. Y una vez de acuerdo con éste en las condiciones de compra se procedía a cerrar la negociación, salvo que su mecánico, tras un último chequeo del motor y de otras partes del coche, no le diera el visto bueno, entonces desistía de comprar la mercadería. Había aprendido ya a no correr riesgos innecesarios y sobre todo asegurarse de realizar una buena inversión. Después venía lo mejor: cuando vendía el carro al mejor postor y siempre a un precio dos veces superior al de adquisición.

–Realizo la venta de autos lejos del taller de mecánica de mi socio –añadió– para que los clientes no se crean con derecho a recibir mano de obra gratuita y mantenimiento continuo de los vehículos que han adquirido. Y nunca menciono  la palabra “garantía” delante de mis clientes para que éstos no vengan a reclamarme nada, así tampoco tendré que mentirles o hacerme el disimulado. Los carros los vendo con la tarjeta de propiedad a nombre de los anteriores titulares, yo no voy a Tráfico a gestionar ninguna transferencia. Dejo este trámite embarazoso así como el pago de todas las deudas indicadas en el gravamen del coche para que lo hagan los propios compradores. Son artimañas que empleo en este negocio, y hasta ahora me va bien.

–Y como vendedor ambulante de automóviles –dijo Pitufa, sonriendo– no estás obligado a pagar el impuesto por la ocupación de la vía pública, tampoco tienes que enfrentarte a los pesados policías municipales y menos oír las amenazas de desalojo que suelen lanzarnos los alcaldes a los trabajadores ambulantes que estamos agrupados en un área determinada. Admiro tu habilidad para llevar varios negocios a la vez, reinviertes de prisa tus ganancias, haces continuos giros comerciales. Y además respeto tu ambición de crear en el futuro una empresa

–Una empresa recién creada es como una barca recién echada a la mar –dijo Jubert–. Y los empresarios  tienen que saber luchar contra esos vientos tempestuosos que representan la competencia y el Estado. La competidores intentarán hundir esta nave al fondo del mar mientras el Estado y su fisco buscarán hacerla naufragar con sus fortísimos impuestos.

Pitufa, pesar de ser una mujer pragmática, de gran temperamento y vasta experiencia social, sentía una atracción inexplicable hacia aquel que expresaba sus ideas personales con un magnífico verbo doctoral; parecía como si estuviera leyendo de un libro abierto en su delante. Detrás de unos intrincados conceptos de tipo académico, daba sus opiniones sobre la realidad económica del país y decía que ésta debía cambiar en beneficio de toda la población; lo decía con un rápido y continuo reguero de palabras técnicas que a ella la desconcertaba. “Es el hombre que yo quisiera tener siempre a mi lado”, pensaba, observándole con una muestra de admiración y cariño. 

Por simple curiosidad, le preguntó cómo eran y dónde vivían sus padres. Tras una breve pausa, en la que el rostro de Jubert adquirió tonalidades distintas, oyó su respuesta, que más bien consistió en otra pregunta: “¿te gustaría conocerlos?”.

–Sí. Deben ser encantadores.

–Entonces iremos a visitarlos el próximo domingo. Así podrás satisfacer tu curiosidad.

El día señalado, se dejó llevar por quien prácticamente era ya su enamorado hacia una moderna urbanización residencial. A la puerta de una lujosa mansión, él detuvo su automóvil y le indicó que allí vivían sus padres. Sorprendida, al saber que sus futuros suegros vivían en aquel enorme castillo, mientras Jubert, que según le había contado habitaba en un pequeño apartamento, le preguntó si se llevaba bien con sus padres. “Ya lo verás tú misma”, le respondió, antes de cogerla de la mano para ayudarla a bajar del coche.

En la puerta de la mansión los recibió una mujer de edad mediana, vestida a la manera de las empleadas domésticas a la que Jubert llamaba “Charo” y un perro ojeroso y de andar encorvado al que Jubert llamaba con cariño: “mi perrito Silver”.

La empleada de la casa los condujo por una de las veredas que atravesaban el jardín exterior del edificio. Entraron en una sala enorme cuyos ventanales se veían protegidos por finas cortinas, los muebles se complementaban con regios cojines, las vitrinas presentaban brillosos cristales, los objetos de adorno parecían de plata reluciente, los cuadros de pared tenían sus marcos dorados, las alfombras del piso contenían dibujos persas y las lámparas acristaladas que colgaban del techo tenían formas de arañas.

En toda la sala, ricamente implementada, reinaba el orden, la limpieza y la comodidad. La empleada le dijo. “Tome asiento, señorita” y al punto se perdió casa adentro llevándose al perro de Jubert. Pitufa no quería sentarse en los muebles por temor a ensuciarlos, a pesar de los ruegos jocosos que le hacía con las manos su compañero sentimental. Pero luego perdió el temor y, mientras él se perdía por el interior de la casa en busca de sus padres, se apoyó en el borde de un bonito sofá. Se quedó allí, con el cuerpo tirado hacia delante, los codos apegados a sus muslos y la cabeza en continuo movimiento, admirando los objetos del magnífico salón.

De pronto, un punzante escalofrío recorrió su cuerpo. Y ella, que nunca había perdido su serenidad, ni cuando criticaba las malas gestiones de los alcaldes de Lima y menos durante sus enfrentamientos verbales con los rudos dirigentes contrarios a sus propuestas e ideas, sintió temor: “¿Qué clase de gente será ésta?”. Estaba tratando de formarse una idea acerca de cómo serían los padres de Jubert, cuando reapareció éste acompañado de dos personas mayores. Se despegó del mueble con un rápido movimiento corporal. Jubert le presentó a sus padres: un señor alto, gordo y con cara de militar, y una señora de mediana estatura, delgada y con traza de religiosa. “Hija, estás en tu casa”, le dijo la señora con gesto amable, mientras el señor la miraba sin decirle nada.

Tras una breve charla familiar que se desarrolló en la sala, pasaron al comedor que era una sala amplia y regiamente decorada, y se acomodaron en las sillas que estaban ya dispuestas para los comensales. La mesa se veía bien puesta y adornada con ramos de flores naturales. El padre de Jubert que presidía la mesa ordenó a la señora del servicio que sirviera la comida. “Al estilo de los realeza”, pensaba Pitufa, mientras calculaba la cantidad de comida que deseaba para su plato. Ella estaba sentada al lado de Jubert, y continuamente le obsequiaba cariñosas miradas.

Todos habían empezado ya a comer, cuando el señorón del bigotito, con un acento de imperioso comandante en campaña, le disparó a Pitufa una inesperada pregunta:

-¿Y tú en qué trabajas?

Como ella estaba distraída, degustando la sabrosa comida, no reparó en que debía guardar cierta cautela al expresarse ya que era solo una invitada en terreno extraño.

–Soy pequeña comerciante ambulante –dijo, sin pestañear y con toda la inocencia del mundo.

El padre de Jubert sorprendió a los comensales con una descarga imparable de palabras duras contra los vendedores ambulantes a los que consideraba gentes incultas, serranos del interior del país que habían venido a Lima a fomentar el desorden social y la inmundicia.

-El Gobierno haría bien en desalojar a esta gentuza que ha invadido las calles de la ciudad sin tener ningún derecho – añadió con aspereza.

-Usted habla así porque desconoce la realidad social de nuestro país donde mucha gente para sobrevivir se dedica al comercio ambulante -intervino Jubert

Pitufa estaba lívida; no sabía qué hacer en ese momento. Percibió con desagrado que la ensalada recién ingerida se le avinagraba en el estómago. Se llevó la servilleta a los labios, intentando disimular la rabia que la consumía por dentro. Sentía ardor en la cara, como si le hubieran propinado una fuerte bofetada. Y de sus ojos verdes, que permanecían fijos en los de aquel tío con rasgos de nazi, parecía que iba salir un rayo mortífero destinado a destruirlo. Estaba a punto de decirle un par de cosas bien claras que probablemente le harían cambiar de opinión respecto a sus compañeros, pero un punzante recato le advirtió que no debía enfrentarse verbalmente, allí en plena comida, con el padre del hombre del cual estaba locamente enamorada. Y sólo por respeto a éste y a su madre, que estaban tratando de hacer entender al viejo de que los vendedores ambulantes no eran tan malos como él los describía, no dijo nada y se tragó sus palabras.

Tras renunciar a entrar en debate con aquel viejo terco que despreciaba a los trabajadores ambulantes, arrojó el mantel en la mesa y pidió permiso a los anfitriones para ir al baño; se puso de pie con un movimiento violento que arrastró sonoramente las patas de la silla y a la carrera desapareció de la sala. Cuando llegó al lavadero, abrió el grifo de agua y se enjuagó la boca varias veces, para limpiar la sangre que se le había acumulado en la boca al haberse mordido la lengua con sus propios dientes. Sentía un calor como de fuego ígneo en el rostro; frente al espejo se apretaba las mandíbulas y los puños y murmuraba frases irrepetibles. Respiró profundo varias veces, tratando de apaciguar sus ánimos alterados por el discurso de aquel viejo altanero.

Por fin calmó su ira, y entonces se fijó en aquel cuarto de baño, con su bañera de mármol reluciente que contenía dos grifos, una para agua caliente y la otra para agua fría, un bonito bidel con un caño especial para lavarse las partes íntimas del cuerpo, un water bien labrado y oliendo a limpio, donde sólo había que manipular un botoncillo en la parte alta del mismo para que un enorme chorro de agua hiciera desaparecer los excrementos del cuerpo acumulados dentro la taza. Lo comparó con el pequeño retrete del segundo piso de La Virreina, el único que sacaba del apuro al medio centenar de vecinos, un baño oscuro, sin taza, compuesto por un hueco redondo donde debían caer las heces de los vecinos y dos moldes de pie hechos de cemento que servían de apoyo a los pies de los mismos que lo ocupaban; por lo demás allí tampoco había  papel higiénico y cada inquilino debía llevarse el suyo, aunque había valientes que se limpiaban con hojas de revistas y periódicos que luego debían hacer desparecer junto con los excrementos a costa de varios baldazos de agua. “¡Esta gente! –Gesticuló con enfado–. Es sobrada sólo porque pertenece a una clase económica pudiente ¡Pero a mí no me importa que la familia de Jubert sea rica! ¡A mí solamente me importa él.”

Pitufa retornó a la mesa, minutos después, más relajada y tranquila. Y, como si nada hubiera pasado, volvió aprovechar la comida repostada en su plato. De vez en cuando buscaba con la mirada los ojos de su bello amor. Por cierto, el odioso padre de Jubert no volvió a tocar el tema del Comercio Ambulante, y en cambio centró sus pláticas en el asunto de las empresas. El señor, que decía ser dueño de una cadena de tiendas de componentes informáticos, hablaba con su hijo empleando términos como “nivel de riesgos, facturación, gestión de cobros, cash-flow, ratios y amortización” entre otras palabras técnicas. Pitufa pensaba que les entendería mejor si ella hubiera tenido la oportunidad de estudiar Administración de Empresas. 

Oía después cuando el hombre le pedía a su hijo que se hiciera cargo de la administración de una de sus tiendas, ya que pronto iba a jubilarse y dejaría a un lado sus negocios para dedicarse más a la familia. Se extrañó cuando Jubert, haciéndose el disimulado, arrugó la frente y le respondió a su padre que por ahora tampoco podía aceptar su ofrecimiento, porque se hallaba en las postrimerías de su carrera universitaria y quería terminarla bien. Jubert le dijo que su ilusión era obtener el título de Ingeniero Administrativo con un calificativo sobresaliente y luego hacer un máster en una Escuela Superior de Negocios. Pitufa observaba con curiosidad a quien le brotaba el orgullo por toda la piel cuando hablaba con su padre.

Jubert, además de darse el lujo de rechazar la intención del padre de brindarle un alto cargo en una de sus empresas, le recalcaba, pecho en alto, que sus negocios le eran cada vez más rentables, que sus ganancias seguían aumentando y por eso él podía afrontar holgadamente sus gastos, incluso podía cambiar de automóvil cada cierto tiempo pues sus ingresos económicos se lo permitían. Ella notaba que Jubert ni siquiera se mostraba agradecido por el amable ofrecimiento de su padre y en cambio se ufanaba de tener capacidad económica, como si quisiera demostrarle a su padre que él podía vivir sin necesidad de su ayuda. Pitufa permanecía callada mientras comía, escuchando la conversación de aquella familia.

Por un instante llegó a creer que estaba sobrando en aquella mesa, pero luego se le fue este pensamiento y se esmeró en aprender a utilizar correctamente los cubiertos que tenía en la mano como queriendo imitar a la madre de Jubert que parecía una experta en el manejo simultáneo del tenedor y el cuchillo. Por otro lado, esta señora, que tenía unos aires de monja, se limpiaba los labios con una finura exquisita después de cada bocado. Pitufa la miraba con disimulo, manteniendo su compostura en la mesa. La misma señora vino a comentarle que su hijo tenía un corazón noble aunque un espíritu muy independiente, por lo que a veces era difícil de que alguien pudiera entenderle.

Con un tono amistoso, ella le dijo que luchara por Jubert si realmente lo amaba, y que si no era así pues haría mejor en dejarlo, porque como madre tampoco quería ver sufrir a su cachorro por un desengaño amoroso. Pitufa quería responderle que estaba completamente trastornada por su hijo y que no pensaba dejarlo nunca, pero, la anfitriona se apresuró a decirle:

–Algo especial tendrás señorita para que mi niño se haya fijado en ti.

–Ah, eso para mí es un halago. Gracias.

Aquella mismas palabras, pero convertidas en forma de pregunta, habían resonado ya en su cerebro varias veces, aunque hasta ahora no sabía cuál era ese algo especial de su persona que había capturado los sentimientos de Jubert. En fin, ya hablaría con él, largo y tendido, para aclarar ésta y otras interrogantes.

Tras la visita a sus futuros suegros, se fue de paseo con él por las playas de la Costa Azul. Cuando estaban frente al mar, aspirando la brisa fresca, con los brazos recostados en los pequeños muros de un malecón sureño, ella aprovechó el instante de tranquilidad para pedirle que le hablara sobre la relación que mantenía con su padre. Jubert puso seriedad en la mirada y le dijo que en los últimos años se había resistido a obedecer las órdenes de su padre, porque las consideraba desproporcionadas e injustas.

–Mi padre –dijo– quiso imponerme su voluntad de que yo estudiase ingeniería de sistemas, carrera que según él era la más adecuada para mí. Pero yo no quería estudiar esa carrera sino Economía, pues me encantaba leer temas referentes a la inflación, a la oferta y la demanda de bienes y servicios, analizar los diferentes conceptos de capital, trabajo, mano de obra y otros factores de producción, y escribir notas en mi cuaderno sobre cómo se genera el Producto Nacional Bruto y cómo se distribuye  entre la población la riqueza de un país. Pensaba que como economista, dotado de buena formación universitaria, tendría el mundo a mis pies; bien podría trabajar en una gran empresa o podría crearme la mía propia. Mi sueño de juventud era llegar a ser economista. Pero mi padre no lo entendía así; me dijo que si no aceptaba estudiar Ingeniería de Sistemas no me iba a dar ni un centavo para seguir otra carrera. Por este asunto tuvimos una discusión que me dejó de mal humor y sin ánimo para hacer nada. Entonces, un día, después de hablar con mi amigo Eliseo que también pensaba independizarse de su familia, decidí irme de casa. Lo difícil fue hacer entender a mi padre el motivo de mi marcha, se puso furioso y me tildó de hijo rebelde y malagradecido. Finalmente me dijo lárgate y no vuelvas más a mi casa. Mi madre intervino y trató de convencerme para que no me marche. Ella me dijo hijo adónde vas a ir y con qué recursos vas a vivir si tú no trabajas, no eres más que un niño. Le dije a mi viejita que no se preocupara, ya encontraría un trabajo y un lugar donde vivir. Así pues, firme y decidido, aunque apenado por las lágrimas de mi madre que salió a la puerta a despedirme, me lancé al mundo con mi maleta, la ropa puesta y un sobre con algo dentro que mi madre me dio y que después descubrí era una tarjeta de crédito que ella había puesto allí para que la utilizara cuando me fuese necesario.

–Tuviste  valor para independizarte –dijo Pitufa–. Por suerte recibiste la ayuda de tu madre.

Juber arrugó la frente, levantó la vista al cielo y dijo suspirando:

–Tenía que hacer mi propia vida.

Pitufa le admiraba por su carácter fuerte y sobre todo por sus grandes proyectos. Era un hombre visionario, con un innato poder de convicción y dueño de una personalidad arrolladora. Ella sentía a veces un ligero temblor ante su imponente presencia, como si fuera una enana delante de un gigante, pero un gigante al que amaba con locura. Y, cuando le veía preocupado intentaba relajarle de sus tensiones acariciándole la melena rubia; otras veces buscaba sus ojos con la intención de descubrir en ellos a ese animal feroz que su suegra le describiera, y, cuando los encontraba le enseñaba los dientes en son de broma y le decía al oído “cachorro de león, esta  tigresa te va a devorar, grúaaa.” Y le hacía reír con ella, entre abrazos y besos de amor.