La observación del cielo ha sido una constante desde los albores de la humanidad. El hombre,
impulsado siempre por ese afán de conocimiento, que lo ha llevado a sondear el cosmos y a
desvelar algunos misterios del infinito espacio sideral, ha creado la ciencia de la Astronomía. En
la antigüedad; los astrónomos griegos: Aristarco de Samos, Hiparco y Tolomeo, apoyándose en
una visión geocéntrica del mundo, idearon técnicas para realizar las primeras mediciones de
distancias.
Luego, en el año de 1543 la astronomía toma el nombre de “moderna” cuando en el ámbito
científico irrumpen con credibilidad las teorías heliocéntricas de Nicolás Copérnico. Desde la
publicación de su obra La Revolución de los Cuerpos Celestes, hasta la aparición del anteojo
astronómico de Galileo Galilei, los estudiosos del mundo realizaron una ingente tarea de
observación del universo. De estas teorías partió luego Kepler para postular por el movimiento
elíptico de los planetas y formular sus leyes,
En el año 1687 el científico Isaac Newton consolidó la Ley de la Atracción Gravitatoria. Newton
junto a Leibniz sentaron las bases del cálculo infinitesimal en que había de apoyarse la
astronomía de la época. Posteriormente los astrónomos Laplace, Bessel y Le Verrier
profundizaron y ampliaron el paradigma newtoniano. Hasta que en siglo XX, surgió la
revolucionaria obra de Einstein, que con su teoría de la relatividad generalizada sentó las bases
de la cosmología contemporánea.
En los últimos tiempos el hombre ha desarrollado también la Astronáutica, como ciencia y
técnica de la navegación aérea, para poner en órbita satélites, diseñar vehículos y realizar
viajes espaciales. Los primeros ensayos de cohetes propulsados por combustibles líquidos se
realizaron a principios del siglo XX. Los pioneros fueron los rusos, que en 1957 lanzaron con
éxito el primer satélite artificial. En 1958, con la puesta en órbita del satélite norteamericano
Explorer, se inició la gran pugna entre los EEUU y la URSS en la carrera del espacio.
Los astronautas, sin embargo, han debido poner de su parte el máximo esfuerzo, incluso
pagando con el sacrificio de sus propias vidas en un acto de servicio a sus países y a toda la
humanidad. En 1967, diez años después del lanzamiento del Sputnik, se produjo el incendio del
Apolo I, en un simulacro de lanzamiento del mismo en el marco del Programa Espacial Apolo
cuyas versiones fueron mejoradas hasta lograr el aterrizaje del Apolo 11 en la superficie lunar
en 1969. En el año 1967, el ruso Vladimir Mikhailovich se estrelló contra el suelo por causas
aún desconocidas.
En 1971, después de 224 días de exitosa estancia en el espacio, algo falló en los últimos
minutos de una misión tripulada por los rusos Georgui Dobrovolski, Vladislav Vókow y Víctor
Patsáyer. Todos perecieron cuando retornaban a tierra a bordo de la nave Soyuz. En junio de
1986, el cohete europeo Ariane 5 no tripulado tuvo que ser autodestruido en el espacio para
evitara que chocase contra una zona poblada de la tierra. El mismo año de 1986, pocos
después de despegar de Cabo Cañaveral, el Challenguer explotó en pleno vuelo y sus restos
junto con los de su tripulación se precipitaron al océano Atlántico.
Y hace algunos años nos conmovió la desintegración del transbordador Columbia, hasta el
punto de hacernos pensar que somos tan frágiles, minúsculos seres en un planeta
relativamente ubicado en el universo. Ver por televisión los restos de dicha nave convertidos en
una bola incandescente cayendo en diagonal hacia la tierra, dejando una estela blanca en el
cielo y borrando toda huella de sus tripulantes, fue un espectáculo que podría interpretarse
como la muestra de las dos caras de la vida: la esperanza frente a la derrota, el querer frente
al poder, la ciencia frente a los misterios de la vida. Los resultados de los experimentos físicos, químicos y biológicos realizados por los 7 astronautas durante su permanencia en el espacio,
se desvanecieron junto con la nave; un aporte más hacia el descubrimiento del universo se
destruyó justo cuando la nave ingresaba en la atmósfera de la tierra, a una velocidad de 21,252
kilómetros por hora, con un ángulo de inclinación de 57 grados, cuando el enorme
calentamiento generado por la alta velocidad no le permitió superar la “fase de plasma” como
técnicamente se conoce al proceso de ingreso en la atmósfera terrestre, y en un instante se
produjo la desintegración real y total del Columbia.
“Desde el espacio veo un nuevo mundo”, dijo una de las astronautas mujeres que viajaban en
la nave siniestrada. Ojalá que esta visión, reproducida textualmente, sea también posible
apreciar en la tierra. Ver “un nuevo mundo” surgido de la unión de todos los hombres buenos de
la tierra, para luchar a brazo partido contra la vil explotación, la inoperante ignorancia, la
lamentable miseria y la muerte de miles de niños en las zonas paupérrimas del mundo. Hago
esta reflexión, en momentos en que observamos además con horror las matanzas de inocentes
que a diario suceden en Irak y que los habitantes del llamado mundo civilizado nos vemos
incapaces de poder detener.Pensemos que la hermosa lección de aquellos astronautas que se
sacrifican por el descubrimiento del universo, nos motive a seguir apostando por la vida antes
que por la muerte, por la paz y la justicia social antes que por la guerra, por el bien familiar y la
felicidad antes que por la destrucción y el sufrimiento humano.