– ¡Chocolates calientes con un montón de maní!
El joven vendedor, que portaba en manos una pequeña caja de cartón repleta de chocolates, se
detuvo en un punto indeterminado de la calle mirando para todos lados y sin dejar de pregonar
su mercadería en venta; luego reanudó su marcha. De pronto alguien le llamaba desde una
vereda del jirón Huallaga, que a esa hora, cinco de la tarde, estaba atiborrada de gente. El
chocolatero frenó su andanza, buscando el gesto accesible del cliente. Y, al localizarlo, por el
pasillo del mercado, se deslizó raudo entre la muchedumbre, siempre con el rostro encendido y
el aliento fosfórico emanante de su garganta pregonera: “¡Chocolate de leche con pasas!”
Mientras atendía al cliente con gesto amable, un rictus de satisfacción se dibujaba en sus
labios, un aire de noble arrogancia se acumulaba en su frente alta y despejada, como si
estuviera orgulloso de su modesto trabajo. En realidad, gracias a su pequeño comercio, podía
obtener el ansiado pan cotidiano. Y como sabía que “al que suda y lucha, Dios lo ayuda”,
diariamente con el mayor empeño y escrúpulo limpiaba y cuidaba su mercadería. Así evitaba
además que ésta perdiera vistosidad o se estropeara a causa de la lluvia, el polvo o el viento.
Jamás se quejaba de la baja posición económica que como ciudadano ocupaba en la Pirámide
establecida por la Sociedad; aceptaba su realidad como trabajador ambulante aunque sabía
que las leyes del país no reconocían a este tipo de trabajadores. Sabía que no tenía derecho a
recibir una pensión o ayuda de parte del Estado, pues como nunca había trabajado por cuenta
ajena, ninguna empresa había cotizado a su favor a la Seguridad Social, y como tampoco se
había dado de alta como trabajador autónomo igualmente nunca había cotizado nada por
cuenta propia a este organismo. De todos modos, no le preocupaba tanto que el Gobierno no le
reconociera beneficio social alguno. Lo que más le importaba era administrar sus pequeños
recursos, aplicando el principio de “gastar menos de lo que se gana”.
No obstante, debido a la carestía de la vida, gastaba a veces más de lo que ganaba en su
negocio. Y, por esta razón, cuando analizaba la posibilidad de contratar algún seguro de vida
privado, comprobaba con pena que no podía acceder a este servicio que ofrecían las empresas
aseguradoras. Sus escasos ingresos de ningún modo le permitían contratar siquiera una póliza
dental porque las cuotas de pago mensuales eran inalcanzables para su bolsillo. En fin, ya se
había resignado y además habituado a vivir así, alejado de toda suerte de seguro particular o
público. Por lo demás era conciente de que si por desgracia llegara a sufrir un accidente o
fuese atacado por una grave enfermedad y no pudiera atender su negocio, pues tendría que
arreglárselas por su propia cuenta y riesgo.
El chocolatero venía afrontando la vida de este modo, y valiéndose de sus pequeños recursos,
desde hacía dos años atrás cuando llegó a Lima procedente de la ciudad de Huancayo.
Entonces todo le parecía fácil y pensaba que pronto iba a conquistar la gran capital. Pero sus
proyectos de provinciano migrante, el de conseguir un buen trabajo y mejorar sus condiciones
de vida, habían quedado convertidos en una permanente ilusión. Porque ¡cuán abrupta era la
realidad en Lima!
“¡Chocolates sublimes!” Venía publicando su empalagosa mercancía, por los estrechos jirones
del Cercado; sector añejo, pobre y caótico, con un ambiente apto para la prostitución, la
comercialización de drogas y la delincuencia. Por la avenida Nicolás de Piérola, se cruzó con
una dama obesa que perseguía a un mozalbete gritándole: “¡Ladrón, devuélveme mi cartera!”.
A la altura de la Plaza San Martín, unos tipos con cara de fumadores le insinuaron: “¿Te gustan
las roscas? Te vamos a violar, papito”; estos atrevidos le hicieron ponerse colorado. Por la
avenida Grau un enjambre de prostitutas mostraba las piernas y los pechos descubiertos a los
parroquianos que se detenían a observarlas con melosidad. Más allá, pequeños vendedores de
marihuana, revistas pornográficas y de objetos usados cuya procedencia era probablemente
ilícita. ¿Dónde estaba la bella Lima de sus sueños? ¿Era esta ciudad de edificios achacosos, de
avenidas congestionadas por el tráfico, de fachadas caseras derruidas por las bombas que
últimamente lanzaban a la calle los grupos políticos armados y las fuerzas represivas del
Gobierno? Esta acción desgraciada estaba perjudicando a la ciudadanía. La violencia salvaje
destruía los valores morales y espirituales del hombre, el derecho a la paz y a la libertad, a la
vida privada y a la opinión pública; en fin, aniquilaba a los universalmente conocidos Derechos
Humanos. “¿Me acostumbraré a vivir en este infierno?” Se preguntaba una noche, mientras
esquivaba a dos hombres con cara de maleantes que venían siguiéndole los pasos. “Sí –
suspiró-, de todas maneras”. Pensaba que con valentía, seguridad determinante y cierta dosis
de vivacidad, conseguiría adaptarse a su nuevo entorno social.
“¡Chocolates Cuá cuá!”. Ofrecía sus productos, una tarde, a los pasajeros de un roñoso
ómnibus metropolitano. Vino a fastidiarle la actitud de unos chicos palomillas que viajaban
colgados de los pasamanos sin dejar de silbar, hacer muecas y reír con estrépito. Veía luego
con sorpresa a dos tipos frescos que metían la mano en los bolsillos de quienes presos del
cansancio dormitaban recostados en sus asientos. De pronto, alguien que había subido al móvil
por la puerta trasera cantaba con acento lastimero: «la autoridad pregunta, dime carita sucia, si
es cierto que has robado y ya deja de llorar. El niño le responde, es verdad mi sargento, robé
un ovillo de hilo para así hacer llegar a mi blanca cometa hacia el azul del cielo, allá donde se
ha ido mi adorada mamá. También mandé una carta, prendida en mi juguete, perdóneme si en
ella yo quise preguntar: ¿Por qué mamita linda, por qué te fuiste lejos, dejándome tan sólo en
este mundo cruel?” La pena invadía a los ocupantes del autobús, algunos de los cuales se
volvían hacia el niño cantor para obsequiarle una moneda. El chocolatero, sensible también a la
desgracia ajena, sacó de su cajita mostradora una tableta de chocolate blanco y con buen
gesto se la dio a quien al andar lo hacía ayudándose de muletas. Antes de bajar del ómnibus, el
pequeño ruiseñor le obsequió una tierna sonrisa.
Había aprendido a moverse con soltura en el difícil mundillo callejero de Lima, sin dejar de lado
las buenas costumbres, los hábitos y pasatiempos sanos adquiridos en su hogar provinciano,
que además le permitían mantener la fuerza de su cuerpo y la pureza de su espíritu, y sin dejar
de lado tampoco la educación oficial recibida en sus años de estudiante. Había cursado
estudios solamente hasta el cuarto año de secundaria. La falta de dinero en el hogar familiar lo
había obligado a abandonar sus estudios, cuando apenas tenía catorce años, para ponerse a
trabajar en la pequeña chacra paterna. Había transcurrido mucho tiempo de esto, pero él nunca
olvidaba las cosas buenas que había aprendido en el pasado. Por lo demás era una persona
inteligente, tenía iniciativa propia y cuando emprendía una tarea lo hacía con férrea voluntad.
En suma, era un joven tranquilo, honrado y trabajador, que aspiraba a labrarse un futuro
mediante arduo trabajo.
Todas las mañanas, al rayar la aurora, saltaba de la cama y tras apurar un pequeño tazón de
avena y dos panes rellenos con camote frito, que a la brevedad posible se los preparaba,
abandonaba la pensión donde se alojaba. Con su mercadería asida de las manos, se perdía
por las intrincadas calles limeñas. “¡Chocolates Cocoroco!”. Había aprendido también a valorar
su propio esfuerzo y, a fin de capitalizarlo, separaba con regularidad una parte del dinero
ganado en las ventas y lo depositaba en una bolsa plástica que mantenía escondida debajo de
su pajoso colchón. Así se evitaba el agobio de ir al Banco, hacer larga cola y rellenar
engorrosos impresos para luego tener que ingresar en la cuenta de ahorro solamente un par de
billetes. Además, como estimaba su tiempo en oro puro, el hecho de perderlo inútilmente le
dolía en el alma.
Y, pronto, como resultado de tanto trabajo y perseverante ahorro, su hucha de plástico reventó,
como un globo pinchado, esparciendo en su habitáculo las monedas guardadas con devoción.
Al contarlas una a una, con felicidad de avaro, calculó que el total de lo que tenía en manos le
alcanzaba para ejecutar uno de sus más ansiados planes a corto plazo. A toda prisa recogió su
dinero del piso y ganó la calle, en busca de aquel triciclo de segunda mano que había visto en
oferta junto al quiosco de un viejo zapatero remendón. Llegó sudando de ansiedad ante quien
en esos momentos estaba concentrado en su faena; el zapatero, con dedos lentos desprendía de sus labios callosos una serie de pequeños clavos que en seguida fijaba en la suela del
mocasín y le daba de martillazos hasta dejarlos clavados en el punto elegido. Interrumpió al
remendón para expresarle su interés por el sucio y maltratado triciclo que estaba estacionado
junto al quiosco con el cartelito de “en remate”. El anciano volvió a agachar la cabeza
reanudando su faena mientras le chamullaba que su triciclo era una joya y por menos de
cincuenta soles no lo iba a vender a nadie. Amaru se empecinó en regatear el precio del triciclo
hasta que el abuelo, quizás por cansancio, accedió a vendérselo a un precio inferior al que
había pedido en un principio. El comprador, sumamente emocionado, cogió un trapo y sacudió
el polvo que se veía pegado en las plataforma del vehículo que había adquirido, y luego, tras
montarse en el asiento del usado trípode, conduciéndolo mal que bien, desapareció por una
esquina del jirón Puno.
Había visto, durante sus caminatas relámpago por el Mercado Mayorista, una fila de camiones
fletados a tope con diversos tipos de fruta fresca y olorosa. Era fruta traída de las chacras por
los mismos productores que la vendían a un precio inferior a los que regían en otros mercados.
Sería pues un negocio redondo adquirir de estos camioneros algunos lotes de frutas y luego
llevarlas a vender, al por menor y a doble precio de compra, que aún así sería menor que el de
la competencia, a la gente de los mercados céntricos de Lima. Amaru ya lo tenía previsto, con
su visión de comerciante minorista. Por ello, poniendo en riesgo todo su capital disponible,
adquirió ochenta kilos de manzanas y treinta de peras de agua, frutas que él consideraba que
por ser semejantes entre sí gozaban de igual demanda entre el público casero. De este modo,
nuestro amigo hizo un giro de negocios respetable: de humilde chocolatero pasó a convertirse
en orgulloso frutero.