Cada año, en el mes de Octubre, se celebra en Lima, la capital de Perú, la Procesión del Señor
de los Milagros. El culto a la figura del Cristo Crucificado, tiene su origen en los remotos
tiempos de la Colonia. Hacia mediados del siglo XVII, en algunos barrios de la ciudad, existían
cofradías de negros esclavos venidos de África que se reunían luego de la dura jornada de
trabajo para aprender y practicar los preceptos católicos que les impartían los curas y frailes de
las iglesias cercanas.
En uno de los barrios más pobres de Lima, Pachacamilla, llamado así porque entre sus
habitantes había numerosos vecinos llegados de la localidad de Pachacámac, un esclavo
angoleño -cuyo nombre la historia no alcanzó a registrar- perteneciente a la cofradía del barrio,
pintó -hacia el año 1650- en la pared del galpón donde solían reunirse los asociados la imagen
de Jesucristo muerto en la cruz. Esta impresionante figura religiosa, pronto fue causa de
devoción entre los negros lugareños que la adoptaron como el patrono de su cofradía.
Los vecinos, conmovidos por la representación del Hijo de Dios en un sencillo muro de adobes,
se juntaban al pie de la sagrada para dejar flores como ofrenda y rezar unas plegarias. Mas fue
un violento fenómeno natural, el terremoto del año 1655 que sacudió la hoy provincia del Callao
y la mayor parte de Lima, el que contribuyó al crecimiento del culto al Cristo Crucificado.
A causa del terremoto se desplomaron cientos de casas y edificios, entre éstos la iglesia de
San Francisco y la iglesia del Colegio del Callao. Pero, a pesar del sismo devastador, el muro
donde se encontraba grabada la imagen del Cristo Crucificado no había sufrido daño alguno.
Tal acontecimiento, en la Lima de entonces, no podía pasar desapercibida. La población,
siempre con la fe puesta en la gracia divina, comenzó a visitar Pachacamilla para conocer y
venerar a la figura de Cristo cuyo milagro consistía en haber soportado un terrible cataclismo.
Pero el fervor surgido de la primera impresión milagrosa del Cristo Crucificado, disminuyó con
el correr de los días y la causa principal de que la creencia cayera en el olvido fue la necesidad
de la gente que al ver destruídas sus casas decidía desplazarse a otros lugares. Por algo más
de diez años, nadie se ocupó de la modesta pintura, que fue prácticamente abandonada hasta
por sus propios cofrades.
En 1670, Antonio León, un vecino limeño, que mantenía gran devoción hacia aquel Cristo de
los pobres, limpió el lugar y construyó un rústico cobertizo para proteger la pintura e instaló una
mesa de adobe para que las personas caritativas pudieran dejar allí sus velas y flores. Gracias
a los cuidados de este señor, mucha gente volvió sus ojos y oraciones a la sublime figura,
convertidos en fieles, la acompañaban, unos rezando, otros cantando salmos y otros más
expresivos bailando al compás del arpa y del cajón.
Pero el creciente fervor hacia el Cristo Crucificado, no fue del agrado del cura mayor de la
parroquia de San Marcelo. José Laureano Mena, ante la disminución de componentes de su
feligresía, se sintió afectado y con el argumento de que los negros realizaban actos reñidos con
al ortodoxia católica, solicitó la intervención de la autoridad eclesiástica y civil. El virrey atendió
su pedido y luego el Vicario General don Esteban de Ibarra expidió un auto indicando que “por
justas causas del servicio de Dios se excusaran las juntas y congregaciones que los devotos
solían hacer en el corral de Pachacamilla, por la indecencia con que parece se procedía en
ella” se borrara la imagen y demoliera la mesa de adobe construída como altar.
El 5 de Setiembre de 1,671 el religioso obtuvo de sus superiores la orden para destruir aquel
muro no reconocido por la Iglesia y a fin de ejecutarla, una comitiva formada por el mismo
sacerdote, un notario y un fiscal eclesiástico, acompañados por el capitán de la guardia del
Virrey, dos escuadras de soldados y un pintor contratado por los encargados, se apersonaron
en el lugar. El fiscal del Juzgado eclesiástico don José de Lara, ordenó al pintor que procediera
a borrar la efigie. Sin embargo, cuando éste intentaba cumplir con su trabajo sufrió un desmayo
y estuvo a punto de caerse de la escalera. Al reponerse, volvió a intentarlo, pero de súbito, se
quedó quieto, mirando con ojos maravillados el rostro de Jesucristo. Entonces, bajó de la
escalera y se excusó ante las autoridades porque no era capaz de borrar la santa imagen. La
comitiva buscó y contrató de inmediato a otro pintor, quien al intentar cumplir con su misión
sufrió un repentino ataque de miedo, se quedó como paralizado y le embargaba el profundo
temor de padecer el castigo de Dios. Lo mismo sucedió con un tercer y hasta cuarto pintor,
nadie se atrevía a borrar la sublime imagen.
Los eclesiásticos, impacientes, buscaban el modo de acabar con aquella efigie, pero comenzó
a soplar un fuerte viento, el cielo se nubló y la llovia copiosa llenó de barro y lodo el lugar, lo
cual fue interpretado como una reacción negativa de Dios ante los intentos de los encargados
de la Iglesia. La comitiva, decepcionada, abandonó Pachacamilla dejando al Cristo rodeado por
sus fieles, que a pesar del temporal seguían adorándole. Este hecho llegó a oídos del Virrey
que de inmediato suspendió la orden de destruir el mural.
El rumor del suceso, considerado un milagro, se extendió por toda Lima. Y pronto, de los cuatro
puntos de la ciudad empezaron a llegar hombres, mujeres y niños para orar ante la santa
figura. El Virrey Conde de Lemos, asombrado por el singular acontecimiento, visitó a la
milagrosa imagen y, ante la sorpresa de todos, dispuso su cuidado al mayordomo Juan
Quevedo y Zárate, quien se encargó de edificar una capilla y fortalecer el precario muro de
adobes. A la pintura del Cristo pronto se añadieron las imágenes de la Virgen María, del Padre
y el Espíritu Santo. Los devotos del Cristo de Pachacamilla celebraban misas ante la celestial
imagen.
Como existía el peligro de que el bendito Muro se desplomara, el Virrey ordenó al maestro
mayor de alarifes Fray Diego Marato, y al arquitecto Manuel de Escobas, para proteger y
asegurar el Santuario. Antes del inicio de las obras, una serie de terremotos asolaron la capital
del país. Y el 20 de Octubre de 1687 un violento sismo destruyó la mayor parte de Lima y el
Callao. Mas, a pesar del fortísimo remezón de tierra, el muro donde se encontraba el Cristo
Crucificado seguía intacto en su sitio, como si estuviera protegido de las tempestades de la
naturaleza. Ante este nuevo milagro, el mayordomo Sebastián de Antuñaño, encargado de
cuidar la imagen, dispuso sacar en procesión por las derruídas calles de la ciudad, una réplica
del milagroso Cristo Crucificado. Sobre unas rústicas andas de madera que llevaban en
hombros una cuadrilla de fieles, fue seguida por miles de personas que imploraban con rezos y
cánticos la piedad divina.
La procesión recorrió calles y plazuelas, atrayendo a multitud de gente atemorizada por los
implacables terremotos. A partir de esta fecha, se inició la tradición de pasear la imagen del
Cristo Crucificado todos los 20 de Octubre por las calles de Lima. Tanta fue la importancia y la
devoción al Santo Cristo de los Milagros -así lo llamaban entonces- que su manto protector se
extendió por toda la ciudad. Y el 21 de setiembre de 1715 el Cabildo de Lima, en vista de “los
muchos milagros que ha ejecutado”, lo declaró “Patrono y Defensor de la Ciudad”. Por su parte,
el Instituto Nazareno, realizó varias peticiones al rey de España, para conseguir autorización y
convertirse en monasterio de clausura al culto de Jesucristo.
Por fin el 20 de febrero de 1720 -tras recibir informes del arzobispado, y de las autoridades del
Cabildo limeño- el rey accedió al pedido para la fundación del monasterio de Las Nazarenas.
El 27 de agosto de 1727 el Papa Benedicto XIII, expidió una bula autorizando la institución del
monasterio con el nombre de Religiosas Nazarenas Carmelitas Descalzas del Señor San
Joaquín. Este debería congregar a treinta y tres monjas, las cuales vestirían el hábito morado y
seguirían todos los usos y costumbres instituidos por su fundadora Madre Antonia del Espíritu
Santo.
Y el 18 de marzo de 1730 , en una solemne ceremonia religiosa a la cual asistieron el Virrey
marqués de Castelfuerte, autoridades del clero y personalidades de la nobleza, fue inaugurado
el monasterio de Las Nazarenas. Desde entonces, las beatas nazarenas se encargaron de
difundir, consolidar y cuidar del culto al Cristo de Pachacamilla. La pequeña iglesia de este Patrón jurado de la ciudad, no tendría mayores cambios hasta el año 1766, cuando el Virrey
Amat, emprendió la cruzada para edificar una nueva iglesia. Amat apeló al sentimiento católico
y a la gran devoción por el Cristo de Pachacamilla, para recaudar el dinero necesario para la
construcción del templo. La población entregó dinero, alhajas y objetos de oro y plata para este
fin.
Y el 20 de enero de 1771, en el marco de una ceremonia con el pueblo limeño, autoridades
eclesiásticas y virreinales, la iglesia de las Nazarenas fue inaugurada, pasando a convertirse en
un lugar de peregrinación, visitada diariamente por miles de devotos para rezar, pedir o
agradecer un favor concedido.
Hoy, a más de 350 años, la devoción al Señor de los Milagros está latente. La procesión, con
sus cuadrillas típicas, sus bandas musicales, sus cantoras, sahumadoras, vivanderas,
penitentes y turroneras, seguida de una multitud de fieles recorre las principales calles de Lima.
Esta costumbre devota incluso ha traspasado las fronteras del Perú.