CONFINADOS

 

CONFINADOS

–Sandra ha dado positivo.

El comentario hecho en voz baja por un compañero de oficina nos instó a mirarnos unos a otros los cinco componentes del departamento de contabilidad de la gestoría GESA y a fijar la mirada en Juan, que añadió mesándose el pelo con nerviosismo:

–Me lo acaba de avisar por wasap

 

CONFINADOS

–Sandra ha dado positivo.

El comentario hecho en voz baja por un compañero de oficina nos instó a mirarnos unos a otros los cinco componentes del departamento de contabilidad de la gestoría GESA y a fijar la mirada en Juan, que añadió mesándose el pelo con nerviosismo:

–Me lo acaba de avisar por wasap

– ¿Qué hacemos ahora? –suspiré–. Habrá que mantenerlo en secreto para no meter miedo a la gente.

–No –sentenció Elena, soltando en la mesa un fajo de facturas impresas que produjo un ruido seco–. Es para tomárselo en serio. Hay que decírselo a los jefes.

–Pues que vaya uno de nosotros al despacho del responsable y se lo diga –dijo Eva.

–Mejor que venga –propuso Javier, – Así él nos dice lo que tenemos que hacer.

Elena, con voz atropellada, a través de una llamada interna comunicó al señor Adriá que la compañera Sandra había dado positivo en la prueba de la COVID-19 y nuestra sección solicitaba su presencia para que nos dijera lo que debíamos hacer. Tras corta conversación con el encargado, ella colgó el teléfono: “Viene en un momento”

El trabajo se paralizó en el despacho. Todos dejaron sus asientos para ir a coger el gel desinfectante que reposaba al borde de una estantería repleta de papeles. A mi turno me limpié las manos y volví a mi posición inicial con gesto de preocupación en el rostro.

Tuvimos contacto directo con Sandra tres días atrás, antes de su baja médica. Compartió con nosotros las pastas que trajo por su cumpleaños. Y durante el trabajo, se acercó a nuestras mesas o nos acercamos a la de ella para dar o recibir las facturas que controlaba; charló conmigo junto a la fotocopiadora y con otros compañeros junto a la impresora  y demás aparatos montados en la oficina; incluso comió en la sala comedor junto a su grupo y se topó con gente en el pasillo y otras zonas del local.

–Preparémonos para el confinamiento –advertí con gesto de resignación.

El señor Adriá vino acompañado del señor Tudela, director de la empresa, quién mirándonos con ojos acusadores, nos dijo:

– ¡Os he dicho varias veces! ¡Si no respetáis las normas de seguridad váis a resultar contagiados. Ahora tenéis una compañera infectada de coronavirus y según el protocolo debéis haceros la prueba yá!

–Poneros en contacto con vuestro CAP –intervino el señor Adriá– y que os hagan la Prueba del PCR. Y no volváis al trabajo hasta que no tengáis el resultado, hasta que estéis seguros de no estar contagiados.

Los jefes salieron de la sala hablando entre ellos.

Tras la orden, los empleados pusimos en orden el material de trabajo, apagamos los ordenadores, recogimos nuestras cosas y en fila india abandonamos la sala. Pasillo adelante oímos los cuchicheos de los integrantes del departamento de Laboral y el  sonoro portazo que pegaron a nuestro paso dando a entender que nos consideraban enfermos de coronavirus y  no querían vernos por temor a ser contagiados.

Yo estaba más preocupado por tener que poner en riesgo la salud de mi familia que por el recorte económico en mi nómina ese mes. Si el resultado de la prueba que me iba a hacer fuese positivo, tendría que aislarme totalmente. Y en casa, para evitar contagiar a los demás tendría que marcar y separar mis cubiertos, individualizar mi cama y lo peor tendría que renunciar a tener contacto directo con mi mujer y mi hija.

Camino a casa llamé por el móvil al CAP (Centro de Atención primaria) y me atendió una mujer que, en vez de explicarme las cosas con claridad, me confundía con su interrogatorio casi policial. De modo tajante se resistía a creer lo que yo le contaba y mucho más que fuese un contagiado “Ud. no ha tenido contacto directo”, me lo repetía a cada instante, y ya estaba harto de oírla. Tuve que alzar la voz y batallar verbalmente con ella para convencerla de lo contrario y exigirle que cumpla con su servicio:

– ¡Sanidad está en la obligación de hacerme la prueba! Le repito que una compañera de trabajo ha dado positivo en la prueba de la COVID 19

–Bueno, señor, –se ablandó la mujer que decía ser enfermera– tomaré nota de su pedido y en cualquier caso, le llamaremos por teléfono.

Yo estaba furioso y  la insulté con una palabrota que ella no llegó a oír porque ya había colgado el teléfono.

Dos horas después me llamó aquella mujer aunque esta vez me habló de manera menos agobiante y me indicó el día, la hora y el lugar donde me harían la prueba del PCR. Respiré aliviado, relajándome un poco del agobio que me causaban las incidencias de aquel día.

Al día siguiente, llegué a mi hora al local de la calle Calabria donde se realizaría la prueba pero tuve que ubicarme al final de una larga cola de gente con mascarilla que esperaba su turno. Me entretuve con mi móvil, leyendo mensajes recibidos por wasap o facebook. De pronto un hombre con mascarilla y uniforme blanco se me acercó para corroborar mi nombre que ya figuraba en la lista que tenía en la mano. Rato después, el mismo uniformado me hizo entrar al local y me indicó el camino que se veía delimitado con marcas de pintura en el piso y delgadas cintas separadoras, hasta una pequeña sala en cuyo interior unos seres disfrazados de astronautas se movían lentamente. Uno de ellos –una mujer por las formas de su cuerpo– vino hacia mí señalando una silla ubicada en medio de la sala. “Siéntese” Dijo con voz amable. Y apenas me senté, añadió: “Levante un poco la cabeza”. Así lo hice, y opté por cerrar los ojos para afrontar la prueba del PCR que consistió en la introducción por mi boca y fosas nasales de una especie de bastoncito cuya punta hurgando en mi nariz y luego en mi garganta me ocasionaron sensaciones de estornudo y vómito. Me removí ligeramente en la silla denotando incomodidad. “Ya está –dijo la astronauta–. El resultado lo sabrá en dos días”

Volví a casa rogando al cielo porque el resultado fuese negativo. Mi mujer al verme arrugó la nariz y me aconsejó hacer lo que yo ya sabía que iba a hacer: marcar mi taza, mi cuchara y otros utensilios de comida. Y además tuve que preparar el cuarto donde tenía mi escritorio, convertirlo en una especie de cuarto de hospital por si diera positivo y tuviera que encerrarme allí por no sé cuánto tiempo.

Pasé un par de días tranquilo en casa, a ratos jugando con mi hija Pepa, viendo televisión o leyendo algún libro. Pero al tercer día, me llamaron por teléfono del CAP y para mi desgracia me comunicaron  que el resultado de la prueba era positivo. Me quedé mudo, mirando al techo con incredulidad. Sentía que el mundo se hundía bajo mis pies.

Y, maldiciendo al virus, entre temeroso y fastidiado, me encarcelé en mi propia casa. Mi mujer me aconsejó a no salir para nada de mi cárcel-despacho, ni para ir al baño, por temor a contagiarla a ella, a mi hija y al perro travieso que andaba revoloteando por la casa. Para cubrir mis necesidades corporales, ella me consiguió un bacín que, de mala gana, yo arrojé por debajo del camastro que había improvisado junto a la mesita donde reposaban mi ordenador y mi móvil, que eran los únicos benditos aparatos con los que podía  seguir conectado con el mundo.

Me preguntaba cómo un bicho de mierda invisible era capaz de estropearnos así la vida, apartarnos del mundo, convertirnos en ermitaños, en seres apestados para la familia y la sociedad.

Más tarde me enviaron por e-mail mi baja médica, por diez días en principio. Sabía que mi alta no sería automática sino que pasado ese tiempo yo debía llamar al CAP y solicitarla al médico. A través del wasap supe que mis compañeros de trabajo Juan y Eva habían dado también positivo. Con breves mensajes los tres contagiados nos dimos ánimo para superar el trance.

Las horas se volvieron interminables entre las cuatro paredes de mi cuarto. A ratos me tendía en la cama y no sé si despierto o dormido veía las imágenes de mi padre ya fallecido, la de mi madre todavía viva, y las de otros familiares con los que había compartido momentos agradables. Me sentía un prisionero del recuerdo reviviendo cosas de mi pasado. Y para despejarme retomaba la lectura de algún libro cuyas páginas continuamente dejaba abiertas para coger mi móvil y revisar mi wasap, mi cuenta de facebook y entretenerme leyendo noticias del mundo.

La expansión del coronavirus era un fenómeno sin precedentes en la historia de la humanidad. Desde la antigüedad, ninguna epidemia se había manifestado tan destructiva ni traspasado fronteras con tanta rapidez como lo hacía esta pandemia.

El virus había brotado en China, y pronto, favorecido por la cantidad de personas contagiadas que se trasladan de un lugar a otro en diversos medios de transporte, se estaba esparciendo por todos los continentes rompiendo el ritmo normal de la vida.

El bicho apocalíptico afectaba a las personas contagiadas causando sequedad de garganta, fiebre, tos, trastornos en las vías respiratorias, actuaba rápidamente ocasionando graves neumonías y en muchos casos la muerte. Y nadie estaba preparado para afrontarla. La propia Ciencia médica desconocía la vacuna capaz de detenerla. Los gobiernos, aconsejados por los profesionales sanitarios, impartían medidas preventivas como la cancelación de todo tipo de actividades, el cierre de colegios, comercios, recintos feriales, la prohibición de ir por la calle sin motivo justificado, el confinamiento de las personas en sus casas.

En España, hasta ese mes de junio del 2020 cerca de 28000 fallecidos y más de 250,000 contagiados. El Gobierno había extendido el Estado de Alarma iniciado el 14 de marzo hasta el día 11 de abril. Y luego lo volvería a extender hasta otras fechas de manera sucesiva. La población temerosa permanecía en sus casas, excepto los que salían a trabajar o comprar alimentos básicos, que debían hacerlo protegidos con mascarillas y guardando la distancia de seguridad de metro y medio respecto a otra persona, sea en el Metro, en el autobús, el mercado o la calle.

En el sector laboral se multiplicaban los despidos, y los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) inundaban las oficinas del INEM (Instituto de Empleo). A mi también me metieron en un ERTE, con un recorte dinerario que me obligaba a estirar lo más posible los contados billetes de mi sueldo. Pasé a ser uno más de los tres millones de trabajadores suspendidos temporalmente de su empleo y con una nómina inferior al 70 por ciento de lo que percibía mensualmente.

Empresarios y trabajadores esperaban las ayudas del Gobierno Los autónomos no pagarían su cuota a la seguridad social durante el Estado de Alarma y aguardaban la prestación ofrecida del 70% de sus bases de cotización para paliar la falta de ingresos causada por el cese de sus actividades. También la Generalitat de Cataluña ofrecía una subvención de hasta 2000 euros para autónomos con la condición de que pudieran demostrar pérdidas económicas adjuntando documentos oficiales.

La Comunidad Europea tardaba en disponer medidas eficaces para combatir el mal. Sus estados miembros, en un sálvese quién pueda, aplicaban las normas de seguridad que consideraban más convenientes. El problema era a nivel de sanidad; había carencia de equipamiento para el personal que luchaba en primera línea. Médicos y enfermeras  debían improvisar mascarillas y trajes protectores hechos con bolsas de basura. Y las infraestructuras sanitarias colapsaban ante la avalancha de gente afectada por el virus, lo que obligaba a adecuar centros de atención hospitalaria en hoteles, campos feriales y otros espacios privados o públicos para atender allí a los afectados por el virus.

La situación era crítica, y según predicciones, aún no se llegaba al punto álgido a partir del cual decaería la expansión de la pandemia. De momento, se recomendaba cuidarse, no salir de casa. Debíamos esperar la recuperación del trabajo y las actividades no realizadas en estos días de confinamiento general, la vuelta a la normalidad, que traería consigo una factura elevada que se debería asumir con la misma valentía con la que hoy se luchaba contra este enemigo bacteriológico.

Las noticias de las muertes de familiares y conocidos míos comenzaron a llegarme a través de mensajes a mi móvil causándome honda impresión.  Sólo atinaba a decir: “Mi tío Segundo, ¡no puede ser!” Mi primo Peter. ¡No puede ser!” “Mi amiga Carmen, mi amigo Emilio, mi amigo Lalo, ¡no puede ser!” 

– ¡Díos mío cuánta gente se está muriendo! Solté un grito de rabia y tristeza por la pérdida de aquellos seres con los que había compartido instantes agradables en mi vida. Y al recordarlos, las imágenes de sus rostros poblaron mi mente causándome pena., estremecimiento, miedo. La muerte rondaba en el mundo, estaría por entrar en mi casa, me atacaría a través del maldito bicho que ya tenía dentro de mí. “¡No, a mí no! –Grité–: ¡maldito bicho Te voy a expulsar! …

El perro de la casa empezó a ladrar. Mi mujer que también me oyó gritar entreabrió la puerta y asomó su rostro extrañado: “¿qué te pasa, cariño?” Y al verme en aquel estado: pálido, lloroso y  atacado por los nervios, me dijo “¿Puedes respirar bien?

–Sí. Y tampoco tengo fiebre. Creo que soy asintomático.

–Tranquilízate. Te voy a preparar algo.

Ella volvió a desaparecer y yo a ser atacado por el miedo. Sentía un sudor frío en la frente y una sequedad oprimente en la garganta. Al pensar que podría ser síntoma de la enfermedad me descompuse. El temor atenazó mi alma y me recosté en la cama llorando en silencio. Mi mujer volvió trayéndome una infusión de hierbas y una pastilla de paracetamol. Posó su mano suave  en mi hombro y  con su voz cálida me invitó a ingerir lo que había traído. La quedé mirando un instante. Era un ángel bajado del cielo para aliviar mis males. Aunque ella parecía más bien una cosmonauta. Llevaba una bata y zapatos de plástico, guantes y cubría su rostro con una mascarilla y encima una especie de casco transparente que le bordeaba la cabeza. En sus ojos percibí lágrimas y en su mirada una mezcla de pesar y compasión hacia mí. Pobrecita, sé que sufría por mí. Respiré profundamente, dándome valor. Y para animarla le dije. “Saldré de ésta, cariño, te lo juro”.

Pero el quinto día amanecí con fiebre, tos  y una sensación de fatiga. Mi cuerpo  sentía extenuado y me dolía la garganta. Mi mujer se asustó y quiso llevarme al hospital. Pero le pedí que no lo hiciera.  Decían que los hospitales estaban saturados, que no había camas y que los enfermos de coronavirus se morían en las salas de espera.  “Entonces te conseguiré oxígeno”, musito y salió de prisa.

Tuve un momento de lucidez, pensé en mi mujer y sobre todo en mi hija Pepa que apenas tenía cinco años y era feliz con sus padres y su perro con el que no se cansaba de jugar. Tuve miedo otra vez, y volví a elevar una plegaria al cielo “Señor, aún no me lleves. Mi niña no puede quedarse huérfana de padre”. Volví a sentirme mal anímicamente y esto empeoró mi estado de salud, como si el virus se aprovechase de esta situación. Sentía escalofríos que hacían temblar mi cuerpo y esto afectaba mi lucidez. Y ya no sé explicar lo que pasó después. Creo que me desmayé en mi cama. Me despertaron las voces de mi mujer y de un hombre con mascarilla  y enfundado en un traje blanco al que me costó reconocer. Era mi cuñado Luis que era médico que estaba junto a mí. “Le avisé y ha venido a verte”, dijo ella. “¿Qué tal?, me dijo él siempre animoso. “Voy a echarte un vistazo”. Y me examinó con ese aparatito que lleva siempre pegado al oído y con otros que extrajo de su maletín de sanitario. “Tienes los síntomas habituales de la enfermedad pero tu salud en general es buena” dijo. “No veo necesario que vayas al hospital. Y tampoco que te pongan oxígeno porque tu respiración es buena. Debes permanecer en reposo, en lo posible. Te daré unas pastillas para los dolores de garganta y de músculos. Con esto, un buen reposo y una buena alimentación saldrás adelante”

–Gracias Luisito.

Las palabras de mi cuñado asegurándome de que los síntomas de la enfermedad que me afectaba no eran graves me reconfortaron. La esperanza de salir pronto de esta situación me devolvió los ánimos. “Resistiré” la canción del Dúo Dinámico fue la que más oía durante esos días. Evitaba ver mucho las noticias de los periódicos virtuales para no deprimirme. Pasaba los días confinado en mi casa. Lo que me dolía era no poder jugar con mi hija. Sólo la veía cuando mi mujer entreabría la puerta para dejarme comida y medicación. Entonces le decía “Nena pronto saldré a la sala para jugar contigo” y desde mi cama le hacía gestos y le mandaba besitos volados que la emocionaban-“¡Si, papito!..Te quiero” Y, poco a poco, gracias a los efectos de la medicación y el reposo y los cuidados intensivos de mi mujer que se esmeraba a prepararme suculentos caldos y guisos me fui sintiendo mejor y pude recuperarme.

Entre tanto, la pandemia causaba estragos en el mundo, y los gobiernos a pesar de las medidas impuestas a partir de las recomendaciones de las entidades sanitarias eran incapaces de poder controlarla. No podían hacer casi nada, porque no había vacuna o un medicamento efectivo para contrarrestarla.

Los países alcanzaban récord de contagios y muertes diarias, a pesar de los confinamientos estrictos había gente que se saltaba las medidas de seguridad sobre todo los jóvenes. Otro colectivo era el de los negacionistas que optaban por desconocer la existencia del virus y alegar que todo era un montaje de los países más ricos del mundo.

Yo me preguntaba cómo era posible que un virus surgido en la ciudad de Wuhan, China pudiera cruzar mares y continentes y llegar a los pueblos más alejados del planeta. ¿Se propagaba por el aire? ¿O era una consecuencia del deterioro de la capa de ozono?

Las calles estaban desiertas, sólo en la puerta de los supermercados había colas interminables. Y no se podía entrar en ellas hasta que la encargada lo permitiera, previa descarga de gel en las manos de los clientes. Y dentro el local se vía escasez de productos. No había un solo rollo de papel higiénico como si con este producto la gente pudiera limpiarse del virus. Tampoco había guantes ni alcohol. Y del resto de productos sólo en cantidad pequeñas. Los estantes se veían semivacíos. La gente no hablaba, pasaba por los pasillos evitando rozarse entre sí. Parecíamos autómatas; se cogía rápidamente lo que se podía, enderezar el carrito de compra hacia la caja y luego ganar la calle. El temor al contagio nos hacía actuar así.

En la ciudad el estado de alarma afectó también al movimiento comercial, social, turístico, cultural, educativo. Todos los sectores se vieron afectados con esta medida. Se cerraron colegios, hoteles, casales, centros deportivos y de recreación como piscinas, gimnasios, cines, bares discotecas. Casi todo estaba cerrado. Sólo permanecían semiabiertas abiertas las farmacias, las panaderías, los mercados y las pequeñas tiendas que expendían productos alimenticios y otros de primera necesidad. Pero, para entrar en ellas, había que pasarse a veces hasta una hora haciendo cola junto a sus puertas.

La vida parecía haberse detenido de golpe. Sin más actividad que pasarnos el día dando vueltas por la sala, la cocina y las habitaciones, viendo mucha televisión, navegando por Internet y chateando con familiares y amigos. El confinamiento nos clavó dentro de casa donde cada día era igual que el anterior; aunque nos manteníamos unidos, compartiendo vivencias familiares y consumiendo lo que podíamos adquirir de las tiendas de comestibles. Teníamos que afrontar esta situación, hasta que la pandemia pasara y pudiéramos volver a la vida normal. Yo no sabía hasta cuándo duraría esta catástrofe ni mucho menos cuándo sería mi vuelta al trabajo.