VAIVENES DE FAMILIA

         ES DIFICIL SER BUEN PADRE

Ante el incremento de la competencia, con otros negociantes del ramo que habían invadido el mercado y vendían sus unidades a precios casi regalados, mi pequeño negocio de compra venta de vehículos usados, localizado en una garita anexa al taller aceitoso de mi socio Pedro Mayta, donde exhibía un par de automóviles reconstruidos, empezó a irse a pique. No había ventas y lo peor, estaba endeudado hasta el cuello con mi Banco. Mi socio, al ver la situación, me sugirió la idea de cambiar de giro comercial.
-La compra venta de terrenos baldíos, sería una alternativa para amortiguar la caída de nuestro negocio de carros. -dijo.
Le di la razón. Y, tras cerrar la venta de uno de nuestros coches selectos, en realidad una repintada camioneta del año 70, adquirimos un terreno de cien metros cuadrados ubicado en una esquina de la avenida Huandoy, distrito de Los Olivos. Luego, con la esperanza de una suculenta ganancia la pusimos en venta a través de los periódicos.
Pero grande sería nuestra decepción cuando cientos de familias -que según decían contaban con el apoyo de congresistas ligados al partido Aprista- de un momento a otro invadieron los terrenos que se extendían hacia ambos lados de dicha avenida. Nuestro lote fue literalmente ocupado por una pandilla de gente con traza de malhechores.
Nosotros, con la firme intención de recuperar nuestra propiedad, contratamos los servicios de un abogado, pero como éste no se movía le pagamos a un juez para que ordenara el desalojo de los invasores pero tampoco tuvimos éxito. Casi desesperados le hablamos a un general de la policía nacional para que interviniera. Pero su intervención resultó también ineficaz.
Durante meses, movimos cielo y tierra, hicimos hasta lo imposible, pero hasta la fecha, ni aún con la firma de un ministro hemos podido recuperar nuestro terreno.
-Todo da vueltas -nos dijo con sorna un ruletero- Ayer fuiste invasor, hoy serás invadido.
Angustiados, y antes de perder lo que nos quedaba de capital de trabajo, Pedro y yo disolvimos nuestra sociedad.

         ES DIFICIL SER BUEN PADRE

Ante el incremento de la competencia, con otros negociantes del ramo que habían invadido el mercado y vendían sus unidades a precios casi regalados, mi pequeño negocio de compra venta de vehículos usados, localizado en una garita anexa al taller aceitoso de mi socio Pedro Mayta, donde exhibía un par de automóviles reconstruidos, empezó a irse a pique. No había ventas y lo peor, estaba endeudado hasta el cuello con mi Banco. Mi socio, al ver la situación, me sugirió la idea de cambiar de giro comercial.
-La compra venta de terrenos baldíos, sería una alternativa para amortiguar la caída de nuestro negocio de carros. -dijo.
Le di la razón. Y, tras cerrar la venta de uno de nuestros coches selectos, en realidad una repintada camioneta del año 70, adquirimos un terreno de cien metros cuadrados ubicado en una esquina de la avenida Huandoy, distrito de Los Olivos. Luego, con la esperanza de una suculenta ganancia la pusimos en venta a través de los periódicos.
Pero grande sería nuestra decepción cuando cientos de familias -que según decían contaban con el apoyo de congresistas ligados al partido Aprista- de un momento a otro invadieron los terrenos que se extendían hacia ambos lados de dicha avenida. Nuestro lote fue literalmente ocupado por una pandilla de gente con traza de malhechores.
Nosotros, con la firme intención de recuperar nuestra propiedad, contratamos los servicios de un abogado, pero como éste no se movía le pagamos a un juez para que ordenara el desalojo de los invasores pero tampoco tuvimos éxito. Casi desesperados le hablamos a un general de la policía nacional para que interviniera. Pero su intervención resultó también ineficaz.
Durante meses, movimos cielo y tierra, hicimos hasta lo imposible, pero hasta la fecha, ni aún con la firma de un ministro hemos podido recuperar nuestro terreno.
-Todo da vueltas -nos dijo con sorna un ruletero- Ayer fuiste invasor, hoy serás invadido.
Angustiados, y antes de perder lo que nos quedaba de capital de trabajo, Pedro y yo disolvimos nuestra sociedad.

"Qué más da si vuelvo al mercadillo." Como no veía otra salida a mi desocupación, decidí volver a mi antiguo puesto comercial. Con remozado entusiasmo remonté mi quiosco que había estado medio abandonado y adecué el muestrario para poner en oferta la mercadería que desde hacía años sabía comercializar.
En mi viejo Taunus, el único automóvil que logré rescatar de la quiebra de mi anterior negocio, traía los lotes de tejanos, casacas de cuero, chompas y otros artículos adquiridos a precio de quema en los almacenes de Polvos Rosados o en las tiendas de la avenida Aviación.
Como me era indispensable un ayudante, le hablé a mi hijo mayor, a quien por cierto quería enseñar los secretos de mi oficio por si algún día decidiera ejercerlo como un recurso para ganar algún dinero. Pero el muy engreído arrugó la nariz y respondió:
– ¡No me gusta vender chucherías por la calle!
Por la forma como lo dijo, me enfadé y le reprendí:
– ¡Eres un flojo! ¡Pronto vas a cumplir dieciocho años y no te gusta trabajar! ¡Pues ahora no te lo pido como amigo, te lo exijo como padre! ¡Te vienes conmigo al quisco!
A regañadientes, él me siguió. Durante el trayecto yo percibía que un siglo de silencio se interponía entre los dos. Pensaba que eran las consecuencias de haberlo mimado demasiado. Se había vuelto apático, sin más acción que para comer, dormir y salir a mataperrear con sus amigos. Ya sabía que a él le gustaba salir de noche con unos pelucones que conformaban su pandilla. Volvía a casa de madrugada, oliendo a tabaco y licor. Buscaba las ollas, y aún masticando la cena se metía en su habitación ubicada junto a la de su hermano menor, con quien andaba peleándose a cada rato por algún motivo. Por la mañana, sobre las 9, salía de su cuarto y volvía a comer: tres platos servidos al mismo tiempo, y sin mirar a los demás. Luego cogía el dinero que su madre y yo le dejábamos sobre la mesa para sus pasajes al colegio y acomodándose un cuaderno bajo el sobaco decía que se iba a estudiar. Era un gran mentiroso, porque en vez de ir a su academia preuniversitaria se iba derecho a jugar billar en una cervecería de Barrios Bajos.
Una tarde le hablé con sutileza, intentando hacerle razonar:
-Tienes que cambiar, hijo. Eres joven y debes pensar en tu porvenir. Y si no quieres estudiar, pues dedícate a trabajar. Yo puedo orientarte en lo que se refiere al comercio.
-Bueno, viejo -me dijo con voz gruesa pero lacónica-. Pues trabajaré contigo.
Rulito me ayudaba atendiendo a los clientes, limpiando la mercadería o cerrando el quisco en horas de la tarde mientras yo estaba ausente. Su labor iba viento en popa, hasta el día en que plantó ante mí su robusta figura y con toda la seriedad del mundo me dijo:
-Lo siento, papá. No he nacido para vender por los mercados. Búscate a otro aprendiz de comerciante.
Por supuesto que me enojé y volví a increparle su actitud:
– ¿Tampoco quieres ayudar a tu padre que trabaja para darte de comer? ¿Qué vas a hacer entonces?
– ¡Quiero irme a Europa! -me dijo con un tono tajante-. ¡Aquí en el Perú no veo futuro para mí!
Y, ante mi desconcierto, arrojó en el mostrador la cartera con el dinero de la venta del día y desapareció del quiosco. Yo permanecí buen rato desconcertado. Lo había desconocido otra vez. Este hombre joven no parecía ser mi hijo, el que yo había criado con tanto cariño. Era un tipo frío y desconsiderado con su familia. Ahora quería abandonarnos, irse lejos Dios sabe a dónde y a hacer qué cosas. "¡Ah, no! -pensé, irritado-. ¡Es mi hijo y tendrá que obedecerme!"
Al llegar a casa lo busqué para hablar seriamente con él pero no lo encontré. Entonces, se lo comenté a mi mujer: "Rulito se ha puesto rebelde conmigo". Pero Flor de María, como andaba tan ocupada en sus asuntos municipales, apenas me oyó.
Al día siguiente, temprano, lo saqué de la cama de las orejas, le hice meter en la ducha y enseguida le obligué a venirse conmigo al mercadillo. Pensaba que empleando la fuerza podría enderezarlo. Pero luego, al verlo sin iniciativa, descuidado y lleno de resentimiento hacia mí comprobé que ésta no era la mejor solución para corregir sus rebeldías.
Preocupado, hablé con mi mujer sobre el futuro de nuestro hijo.
-Rulito quiere irse a Europa -le dije, contrito.
-Si quiere eso, pues que se vaya -me dijo ella sin denotar sorpresa-. No todos somos profetas en nuestra tierra. Además, allá aprenderá a valerse por sí mismo.

Pero, sucedió que Rulito, antes de obtener su pasaporte y completar el dinero necesario para su bolsa de viaje, vino a decirme que había embarazado a una mocita del barrio.
– ¡Qué bárbaro! -le dije-. ¿Por qué no has usado preservativos?
-Por una vez que lo hice sin condón -me respondió- ha sucedido esto.
Un escándalo mayúsculo se armó después, cuando los padres de la chica vinieron a decirme:
– ¡Su hijo es un perro suelto! ¡Ha empreñado a nuestra nena!
Me lo enrostraban de tan mala manera que no pude contenerme y les respondí:
-Pues si mi hijo es un perro suelto ¿por qué no amarran a su hija?
– ¡Tendrán que casarse! -sentenció el padre de la embarazada-. ¡Es el único modo de lavar la honra de nuestra familia!
-Tranquilos, señores -intervino Rulito-. Yo quiero a Pocha y me casaré con ella.

Pronto y ante nuestra sorpresa, mi hijo inocentón se casó con el primer amor de su juventud. Fue una ceremonia civil a la que solo asistimos los parientes. Tras la pequeña reunión familiar celebrada por su enlace matrimonial, él nos dijo que había decidido retrasar su viaje al exterior hasta el nacimiento de su hijo.
Y, en los siguientes meses, fui testigo de las angustias que pasaba mi hijo -que vivía en nuestra casa con su joven esposa-, sin dinero en el bolsillo, ni para comprarle una cuna o algo de ropa a su retoño en camino. Y, como nos causaba pena su situación, Flor de María y yo le ayudamos a afrontarla, en la medida de nuestras posibilidades.
Hasta que un día feliz para él, su esposa trajo al mundo a una niña rolliza a la que pusieron por nombre Liliana. Era una criatura preciosa; su sonrisa me hacía recordar a la hija que perdí años atrás y cuyo recuerdo mantenía intacto en mi corazón. Le cogí mucho cariño a mi nieta, y a menudo se la quitaba a sus padres y la envolvía en mis brazos haciéndole caricias.

Yo siempre me había considerado un buen padre para mis hijos. Me había preocupado tanto por darles la alimentación debida, el mejor colegio, la ropa más cara, el confort de una vivienda adecuada; pensaba que así haría de ellos hombres responsables, útiles a su familia y a su pueblo. Pero ahora, analizando las cosas con detenimiento, me daba cuenta que había fracasado como padre; no había sabido otorgarles esa confianza íntima, ese calor espiritual de padre, para que ellos pudieran comunicarme sus angustias, sus deseos y aspiraciones.
"Es difícil ser buen padre", suspiré apenado.
Me había equivocado al pretender que Rulito mirase el mundo tal y como lo veían mis cansados ojos. El no sentía ni pensaba como yo, ni como su madre. Su alma estaba lejos de Perú Nuevo; quizás siempre la había estado. Y por eso se marchaba de casa; se iba en busca de sí mismo, de su propio destino.
Su actitud me hacía recordar cuando, veinte años atrás, les dije a mis padres que me iba a Lima a labrarme un futuro porque en el pueblo no había posibilidades para mí. Mi hijo estaba haciendo exactamente lo mismo que hice yo en el pasado, aunque él se iba lejos del país. Claro que me dolía hondamente su partida aunque no se lo decía a nadie. Me sentía culpable de que se fuera; no había podido ofrecerle un buen provenir; si al menos hubiera montado una empresa le habría asegurado un empleo digno.
Rulito ya no quería seguir recorriendo con nosotros el tortuoso camino que nos había deparado la vida. Mi hijo se iba lejos, aunque seguramente siempre llevaría en su corazón a su familia y al pueblo que lo vio nacer y crecer. Él se iba a un país cuya fama recaía en sus toreros, bailadoras y literatos. Allá, quizás, al principio, tendría problemas de adaptación al medio, un severo cambio de costumbres y de mentalidad, sería tal como me sucedió a mí cuando llegué a Lima.
Por curiosidad, para saber algo de la cultura española, se lo pregunté al ya canoso padre Otoniel que de continuo viajaba a España a visitar a su familia. "Que vuestro hijo tenga cuidado -me dijo el cura con gesto serio-. Que no se fíe de las caras bonitas. Allá hay gente mala también, como en todas partes; hay delincuentes, prostitutas, fumadores, y hay grupos racistas nada solidarios con los inmigrantes. España está integrada en la Unión Europea, pero su población todavía no alcanza el nivel de vida de otros países europeos. Hay también varios millones de parados, y para salir de esta situación muchos trabajan sólo por horas y subcontratados por gente que se mueve en la llamada Economía sumergida. ¡Hombre!, si Rulito consigue que alguien le firme un contrato de trabajo podrá residir allá legalmente. Pero mientras no tenga su tarjeta de residencia que se cuide. Si la policía lo pilla, podría devolverlo al Perú.
Le dije que mi hijo quería establecerse en Barcelona.
-¡Hombre!, es un ciudad fantástica. Conozco gente allí. Le daré la dirección de los padres Camilos -añadió- que podrán echar una mano a vuestro hijo.
Agradecí al padre por la recomendación escrita que vino a darme a favor de mi hijo emigrante.

El día de la partida de mi hijo a España, el rostro de mi familia se tiñó de tristeza. Rulito, contagiado también por nuestras lágrimas, se acercó y nos dijo:
-Perdónenme padres si les he defraudado. Sólo espero que comprendan que me voy del país porque deseo labrarme un futuro para ofrecer algo mejor a mi familia.
-Ya eres un hombre -le dijo Flor de María, con la voz entrecortada-. Eres libre de establecerte donde quieras. Nosotros te entendemos.
-Vete tranquilo, hijo -le infundí valor-. Y nunca pienses que nos has defraudado.
-En cuanto a mi hija -dijo Rulito- vivirá con su madre en casa de mis suegros, hasta que pueda llevármelas a España.
Y, una tarde invernal, cuando las hojas de los árboles caían a tierra sesgadas por el viento, Rulito subió a uno de esos aviones gigantescos que cruzan los continentes con facilidad. Llevaba al hombro una mochila de tela con grabados incaicos, dos mil dólares -que le habíamos prestado- entre un calcetín y el zapato, e impalpables sueños de triunfo en la mirada. Se marchó mi hijo, hacia un país grande pero extraño, donde quizás el pobre tendrá que ganarse la vida lavando platos, limpiando casas o cuidando ancianos jubilados, ocupaciones que según los comentarios estaban más al alcance de los inmigrantes.
Se fue mi hijo mayor dejando un gran vacío en nuestra familia.