“Yo he dotado de una memoria a los oprimidos del Perú, a los indios del Perú que eran
hombres invisibles de la historia, que eran protagonistas anónimos de una guerra silenciosa, y
que tienen hoy una memoria…Tienen esa memoria, está dada ya irreparablemente y no se
podrá borrar nunca, porque la han adoptado incluso los pueblos en combate…” (Manuel
Scorza.)
Manuel Scorza Torre nació en Lima el 9 de setiembre de 1928. Sus padres fueron Emilio
Scorza y y Edelmira Torres, una humilde familia provinciana que vivía en Lima aunque por
temporadas retornaba al terruño nativo. Pasó varios años en Acoria, departamento de
Huancavelica, viendo de cerca la vida de los campesinos. Volvió a Lima para terminar su
formación escolar en el Colegio Militar Leoncio Prado. Por el trabajo de su padre, que era
panadero, vivió algunos años con su familia en el hospital Larco Herrera, donde conoció al
poeta Martín Adán. En 1945 ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y, paralelo
a sus estudios, realizó una intensa actividad política.
En 1948, tras el golpe del general Odría y la implantación de la dictadura se vio obligado a salir
del país. Se estableció en París, donde realizó diversos oficios, entre ellos la de Lector de
literatura hispanoamericana en la Ecole Normale Superieure de Saint Cloud. Fueron años de
aprendizaje, bajo el rigor de la lectura y la dureza que supone la vida de un desterrado, que le
proporcionaron sabiduría y le sirvieron para desarrollar su obra.
Vislumbró con nitidez la tragedia suramericana y sus grandes sueños de libertad. Le
preocupaba la condición del pueblo indio en su drama cotidiano y la falta de alternativas frente
a los pueblos desarrollados. Sabía que hacían falta grandes cambios, a nivel político, religioso,
lingüístico. El campo era el futuro, y los inmersos en el planeta indio debían luchar, con
esperanza, sin sentirse derrotados de antemano, oponiendo la fuerza colectiva al individualismo
egoísta que imponía la sociedad industrializada. Los campesinos, con su riqueza moral, su
espíritu comunal, con el coraje que impulsa a los hombres a realizar actos superiores debían
superar los traumas profundos que los esclavizaba y ser capaces de formar parte de la
Historia.
El novel poeta supo transmutar su vivencia interior en una poesía de lograda y vigorosa
expresión. Muchos de los versos que integran sus poemas son fruto del desconsuelo en que se
halla inmerso el exiliado. En 1958 regresó al Perú y obtuvo el Premio Nacional de Poesía con
«Las Imprecaciones», su primer poemario publicado en México tres años antes.
Scorza abrió una etapa cultural realmente notoria. Preparó el Primer Festival del Libro con una
selección de diez mil volúmenes de autores clásicos americanos. Las quince mil colecciones a
la venta en quioscos situados en distintos lugares de la capital se agotaron en menos de una
semana. La experiencia se repetiría con idéntico éxito en Colombia, en Venezuela, en Cuba.
Consistía en editar a bajo costo y en poner los volúmenes a la venta evitando intermediarios.
Era un editor popular, pero sobre todo un escritor excepcional, que empleaba en sus obras un
lenguaje depurado, sobre la permanente resonancia metafórica, con una mezcla de realidad y
fantasía equilibrada en función de su capacidad de creador literario. En su obra narrativa, se
explaya, con maestría, sobre los problemas sociales del Perú. Su novela, «Redoble Por
Rancas» (finalista en el Premio Internacional Planeta, Barcelona, 1970) forma parte de un ciclo
(denominado La Guerra Silenciosa) donde, desde una óptica poética, que fusiona mitos
ancestrales e historia, muestra la antigua lucha de los campesinos para recuperar sus tierras.
Las demás novelas que componen este ciclo, «Historia de Garabombo el Invisible»(1972), «El
Jinete Insomne»(1977), «Cantar de Agapito Robles»(1977) y «La Tumba del Relámpago», continúan uniendo el realismo social a la fantasía poética. Estas novelas, traducidas a más de
40 idiomas, se han constituido en las más difundidas y reconocidas de la literatura peruana.
En 1968, en pleno auge de las luchas campesinas en la sierra central, y en virtud a su activa
participación a través de un movimiento político indigenista, se vio obligado a abandonar
nuevamente el país. Volvió a París donde frecuentó círculos literarios y celebró tertulias con
escritores de diversos países. Por entonces estaba preparando un poemario: «El vals de los
reptiles» que sería publicado en México en 1970.
Scorza escribió además el ensayo “Literatura primer territorio libre de América”, donde identifica
al mito como el blasón de los pueblos expulsados de la Historia, el que protege la sabia de su
identidad proyectada al futuro. En América Latina el mito es una necesaria construcción
histórica, y los pueblos marginados de la Historia podrán retornar a ella a través del mito. La
literatura, por otro lado, nace de la cruda realidad y crece alimentándose de ella, refleja los
hechos y acontecimientos genuinos de un pueblo a un nivel más profundo que cualquier
ideología, sea política, religiosa o económica. La literatura dice es la única ideología con
identidad propia. La literatura es el tribunal supremo donde se ventilan todas las causas.
Cuando una causa, de cualquier tipo, se pierde se apela a la literatura en busca de justicia.
El escritor realizaba frecuentes viajes por el mundo, siempre con la inquietud de dar a conocer,
a través de sus obras, las luchas de los campesinos de su país contra el cerco de los grandes
propietarios. Y, por desgracia, en uno de sus viajes, el 27 de noviembre de 1983, cuando venía
de París, el boeing 747 de la compañía colombiana Avianca, que iba a aterrizar en el
aeropuerto de Barajas, para luego seguir con destino final a Bogotá, cayó a tierra un minuto
antes de llegar al aeropuerto madrileño. En este accidente fatídico perdió la vida el ya famoso
escritor.
Manuel Scorza murió a los 55 años de edad, cuando su obra estaba en plena difusión,
precisamente acababa de publicar, en febrero de ese año, su novela: «La Danza Inmóvil», que
significaba ya un distanciamiento del ciclo de La Guerra Silenciosa. Su repentina desaparición
fue muy sentida, tanto fuera como dentro del Perú, ya que era un escritor comprometido con el
pueblo, sobre todo con los campesinos del que fue ardoroso defensor. Y, como fruto de esta
noble labor, nos legó una ingente producción literaria, que por su rico valor nos hace
considerarlo como uno de los más grandes escritores peruanos del siglo XX.
REDOBLE POR RANCAS
Rancas es un pueblo perdido en la estepa central andina de no más de doscientas casas
rústicas de familias comuneras, dos edificios públicos: la Municipalidad y la Escuela Fiscal, una
desaliñada Iglesia y una Plaza de Armas con pasto reseco. En este Pueblo olvidado no había
nada que ver y poca gente se aventuraba a visitarla. Fue una excepción la llegada del ilustre
general Bolívar con sus tropas libertadoras un día de Setiembre del año 1824 antes de la
batalla de Junín. Después de este acontecimiento, la vida se detuvo, inmersa en el tiempo. Allí
nunca pasaba nada, hasta que llegó un tren cargado de hombres enchaquetados que tan
pronto pisaron tierra desenrollaron los gruesos alambres traídos al lugar y empezaron a cercar
cerros, chacras, calles. Pronto el Cerco clausuró los campos, los caminos, la vida misma. La
serpiente metálica de la “Cerro de Pasco Corporation” se deslizó engullendo montañas, ríos y
valles enteros amenazando con enjaular el mundo.
Los ranqueños presagiaron lo peor ante la sorpresiva fuga de los animales. Rancas se hundió
en el miedo. Los efectos del Cerco eran lacerantes. El Gran Pánico sumió a la gente en la
desesperación. Aislados del mundo, faltos de víveres, al borde del desmayo y la locura,
empezaron a confesarse sus pecados, el haberse mentido y robado entre sí, el haber fornicado
entre primos, cuñados y vecinos ultrajando la confianza depositada en la amistad y la familia.
Hubo agraviados que oyeron las confesiones sin inmutarse, como si la afrenta recibida de sus
amigos fuera normal; otros en cambio invadidos por la pena terminaron llorando junto a sus
agresores perdonándoles su delito. Pobrecitos, que más daba el daño que habían hecho en el
pasado. Todos estaban al límite de las fuerzas físicas y mentales, agobiados por la soledad y la necesidad.
Pero Rancas no quería morir. Sus pobladores clamaban piedad al cielo, buscaban a Dios con
rosarios, plegarias y besos en los pies de Jesucristo, su bendito hijo crucificado. Pero no lo
encontraban por ninguna parte. Tal vez les faltaba redoblar la fe y hacer más consistentes las
oraciones diarias.
Pero, ¿Dónde y cuándo había empezado todo?
Todo empezó en una ciudad erigida en un extremo de la Pampa de Junín. Hacia finales del
siglo XIX Cerro de Pasco estaba sumida en la pobreza. Había pocas oportunidades de trabajo y
mínima actividad comercial, por lo que muchos de sus habitantes emigraban a otros lugares en
busca de mejor futuro. A las míseras condiciones de vida en la ciudad se añadía la sequedad
de los campos, donde solo el icchu, pasto divino, resistía el embate del viento y la falta de agua
y obsequiaba vida a los animales que se alimentaban de su savia y éstos a la vez permitían
sobrevivir a los habitantes del lugar.
A esta ciudad desolada llegó un día próximo a Jueves Santo un gringo barbudo. Era un
ingeniero que pronto se ganaría la confianza de todos por su buen talante y don de
camaradería. Mantenía incluso relación sentimental con algunas cholitas y celebraba parrandas
con sus amigos campesinos. Hasta que una tarde, en la cantina, tras zamparse varias botellas
de wisky, empezó a pegar carcajadas tan fuertes que la gente extrañada terminó por apartase
de él creyendo que había perdido el juicio. ¿De qué se reía el gringo loco? Después se supo:
había descubierto una mina de oro, un fabuloso filón capaz de enriquecer a los habitantes del
país entero. Se corroboraba una vez más la frase del sabio Raimondi: “El Perú es un mendigo
sentado en un Banco de oro”. Los desarrapados y hambrientos comuneros de Cerro de Pasco
ignoraban que bajo sus pies reposaba un incalculable tesoro.
En 1903 llegó la “Cerro de Pasco Corporation” con su jauría de jefes autoritarios y pesadas
maquinarias. Pronto la compañía, con el aval del Gobierno, mandó construir un ferrocarril
comercial y una fundición en la Oroya ubicada a pocos kilómetros, para atender a sus fines de
explotación económica.
La “Compañía”, su fundición y sus minas atrajeron como imán a una multitud de gente de toda
clase y condición incluyendo ladrones y abigeos arrepentidos, todos venían por la paga a
cambio de un duro y asfixiante trabajo. Pronto 30,000 hombres, en su mayoría ex-campesinos,
horadaban aquellas galerías rocosas. Y, merced a la ganga de la materia prima regalada y la
mano de obra barata, la Compañía obtendría en los próximos 50 años una utilidad neta de más
de 500 millones de dólares, o sea 10 millones al año, casi 1 millón de los verdes americanos al
mes.
La “Cerro” pasaba por su mejor etapa, a pesar de las protestas de las comunidades
campesinas a causa del humo expelido por la gigantesca fábrica que había empezado a dañar
el medio ambiente. Se producía una transmutación de la naturaleza, se negreaban los cielos,
las plantas y el agua de los ríos, provocando la intoxicación de los animales que morían por
decenas. En su defensa la empresa adujo que el humo no hacía daño a nadie. Pero como la
tierra seguía enlutándose con aquella capa grisácea que vagaba por doquier provocando
esterilidad en los campos: ya no germinaban las semillas, ni brotaban los tallos ni afloraba la
vida en su expresión vegetal, resurgieron las protestas contra la “Compañía” norteamericana.
La dirección de la “Cerro” criticó públicamente la falsedad propagada por gente sin
conocimiento científico que afirmaba que el humo contaminaba la tierra, y, para acallar las
maledicencias y demostrar a todos la verdad de su afirmación, anunció la compra de varias
Haciendas cuyas tierras estaban afectadas por el humo. Nadie supo nunca a qué precio
compró la Hacienda de Las Nazarenas, de 16,000 hectáreas que dio nacimiento a la División
Ganadera de la “Cerro de Pasco Corporation” que siguió adquiriendo haciendas y cercando
tierras supuestamente envenenadas hasta más allá de los límites posibles. A inicios de los años sesenta el Cerco encerraba más de 500,000 hectáreas de tierra, es decir la mitad del departamento de Junín.
Los comuneros de Rancas, al darse cuenta de que el Cerco no era obra del Diablo sino de los
norteamericanos, se rebelaron. Armados de garrotes, hondas y palos se enfrentaron a los
Caporales que custodiaban el Cerco logrando en ciertas ocasiones traspasar el Cerco y meter
su ganado a esta orilla para que se alimentaran del verdoso pasto que ahí florecía. Pero, ante
las incursiones de aquellos invasores, la “Cerro” conminó a la Guardia Republicana a poner
casetas de vigilancia cada mil metros a lo largo del Cerco. Se reforzó la vigilancia. Los
Caporales duplicaron su número y durante las rondas lanzaban disparos al aire. Querían
demostrar su poder y meter miedo a los campesinos. Pero, vano intento, éstos seguían
peleando por ocupar la ladera cercada que por justicia les pertenecía. Tras nueva escaramuza,
La “Cerro” ordenó a sus guardias adoptar una actitud más violenta contra aquellos salvajes que
pretendían dañar la buena imagen que la “Compañía” ofrecía al mundo. Los Caporales
acataron las órdenes recibidas y masacraron al viejo Fortunado, el único que se atrevía a dar
cara a los vigilantes, a pesar de los goles recibidos por su terquedad. El valiente comunero
pronto se repuso y llegó a enfrentarse a mano con Egoavil el jefe de los Caporales. Lo hizo de
pura rabia, al ver las ovejas degolladas de doña Tufina, vecina del pueblo.
Fortunato se recuperó de los golpes recibidos e instó a los comuneros a enfrentarse a la
“Compañía” yanqui. El pueblo soliviantado marchó hacia Cerro de Pasco llevando en hombros
y brazos sus carneros muertos. En la ciudad, la gente les abría paso dándoles la razón. La
abusiva “Compañía” no se conformaba con quitarles sus tierras, también mataban a sus
animales. Los manifestantes llegaron a la Prefectura y pidieron hablar con el representante del
gobierno, pero como éste no se encontraba en su despacho amontonaron los carneros muertos
a las puertas del local. Una provocación de la que el azuzador Fortunato saldría mal parado. El
excelso señor Figuerola tras hacerle limpiar su prefectura le envió a prisión por desacato a la
autoridad.
Los comuneros, no obstante, siguieron luchando contra los atropellos de la “Cerro de Pasco
Corporation”. Fue el Personero –el que custodiaba los títulos de propiedad de las tierras
comunales–, quien con un discurso emotivo volvió a levantar los ánimos de la plebe
encauzándolos a la acción. “¡Rancas es pequeño pero Rancas luchará!”, arengó y todos
hicieron eco, hasta el padre Chasán que derramó su bendición a sus paisanos gladiadores. El
Personero con la idea de un nuevo sabotaje a la “Cerro” ordenó que cada poblador trajera un
cerdo a la Plaza Central y lo dejara allí sin alimentación durante una semana. La gente
extrañada cumplió, y, al cabo del tiempo señalado, el Personero ordenó que cada cual cogiera
su chancho hambriento y le siguiera. Una multitud harapienta y demacrada avanzó en inusual
procesión hacia los límites de la “Compañía”. Al verlos, los vigilantes del Cerco se sobresaltaron
y amenazaron abrir fuego contra todo aquel que intente pasar al otro lado de la alambrada. Los
comuneros no se amilanaron, en fiel obediencia a su ocurrente Personero soltaron a sus cerdos
que raudos cruzaron la raya demarcatoria y empezaron a devorar los mejores pastos de la
“Compañía”. Sonaron balazos, y los pobres animales fueron cayendo, uno a uno, hasta sumar
trescientos, murieron con el hocico metido en la deliciosa comida.
Los comuneros no se amedrentaron ante este nuevo revés. Fueron a ver al juez de la ciudad
de Cerro de Pasco para solicitarle que hiciera constatación de la existencia del Cerco y del
abuso que cometía la “Cerro de Pasco Corporation” con las comunidades indígenas. El señor
Parrales dijo no saber nada del asunto, ni que hubiera Cercos ni que brillara la injusticia en su
jurisdicción. De todos modos les cobraba 15,000 soles –con descuento incluido– por hacerles
un documento con el texto que ellos quisieran poner. Los comuneros se dieron cuenta de que
este hombre era avaricioso, pero era el Juez y sus escritos eran como leyes que debían
cumplirse. Abandonaron el Juzgado pensando en lo que harían para obtener esa cantidad de
dinero.
Acordaron realizar una actividad pro-fondos y fueron a ver al alcalde para invitarlo a participar
en la próxima fiesta. El burgomastre les preguntó con qué fin harían la actividad y ellos le
contaron la verdad: necesitaban recaudar dinero para pagarle al Juez local. El alcalde puso el grito en el cielo ante tanto abuso y prometió apoyarles en su lucha. En un acto de valentía
denunció la codicia del hombre de leyes que lejos de hacer prevalecer la justicia en el país
auspiciaba la injusticia y el chantaje. El Juez denunció a su vez al alcalde por calumnia. El
alcalde Herón de los Ríos dispuesto a mediar en el problema entre las comunidades campesinas y la Compañía estadounidense se entrevistó con Mr. Harry Troeller, Super-
intendente de la trasnacional. Pero este señorón, en vez de hablar del tema del Cerco se enfrascó en algo que consideraba mucho más grave. Dijo, preocupado, que su Compañía
afrontaba crisis, que no podían resistir más los esfuerzos del subsidio que recibían y se verían
obligados a tener que vender la luz a 30 centavos el kilovatio. El alcalde replicó pero el rubio
ejecutivo le recordó que el Ayuntamiento le debía 44,820 soles a su Compañía, por utilización
de energía. Y, para concluir, el omnipotente míster le lanzó una tajante amenaza: pagaban de
inmediato o les cortaban la luz. El alcalde salió de la reunión enfadado y maldiciendo a este
extranjero hijo de puta.
Los comuneros seguían luchando contra la “Compañía” que los condenaba a una muerte lenta.
Ya no tenían parcelas que cultivar, ni nada que vender porque sus reservas se habían agotado,
y ellos, ojerosos y hambrientos, al igual que sus ganados languidecían haciendo grandes
esfuerzos por sobrevivir y, lo peor, sin vislumbrar esperanzas en el horizonte. Y entre los lindes
de la agonía, el Personero Alfonso Rivera tuvo otra idea. Era justo el 1 de Noviembre, «Día de
Todos los Santos», cuando estaba en el cementerio de Cerro de Pasco con otros vecinos
visitando a sus muertos a los que no habían traído nada por falta de dinero. Se quedó
observando los bonitas rosas, violetas y azucenas, que los otros deudos depositaban junto a
las tumbas de sus inolvidables seres queridos. “Flores abundantes. Flores ricas para
alimentarse y masticar. Robémoslas”, dijo. Pero Abdón Medrano, otro dirigente de Rancas, le
hizo desistir del delito y le propuso mejor pedirlas como regalo al Alcalde que siempre los
apoyaba. Volvieron al Pueblo discutiendo y al día siguiente, temprano fueron a hablar con el
alcalde. Tras superar un estado de perplejidad y una soberbia risotada, Herón de los Ríos dijo
que por él no había problema aunque todo dependía de su Concejo. Y, más tarde, tras una
caldeada sesión municipal, donde se debatieron los pros y contras de la moción, sobre si ésta
era una profanación de tumbas o un oportuno sustento para gentes que por sus aspectos
estaban a punto de convertirse en huéspedes del cementerio, los concejales la aprobaron por
unanimidad. Los ranqueños contentos llevaron a pastar sus animales por entre las tumbas del
cementerio de Cerro de Pasco. Esto fue solo un alivio pasajero, porque agotadas las flores y
las yerbas del camposanto, Rancas y sus domésticos ganados volvieron a sumirse en la
necesidad y el abandono.
Retomaron su lucha contra la “Cerro”. Los comuneros intentaban forzar los alambres del Cerco
que los aprisionaba en este extremo del mundo pero eran reprimidos a la fuerza por los rudos
vigilantes. La situación se complicó para los ranqueños cuando un tren abarrotado de policías
llegó al Pueblo y los gendarmes que descendieron de los vagones, con el apoyo de los
Caporales, empezaron a colocar “rompepatas”, tubos de metal empleado para impedir el
avance de personas y animales. Con esta medida la “Compañía” norteamericana clausuraba el
único paso libre que existía para los campesinos del lugar.
Desesperado el Personero Rivera lanzó con su honda una piedra que hirió en el rostro a un
Caporal. Los otros respondieron y pronto se armó una batalla campal. Los ranqueños
desahogaban su rabia lanzando hondazos a los republicanos. Y éstos a su vez cargaban con
sus caballos y pisoteaban a los alborotadores que terminaban derribados por los caballos y los
culatazos. Heridos como estaban, los ranqueños se sobrepusieron y volvieron a enfrentarse a
los gendarmes. Una lluvia de piedras, palos y otros proyectiles hicieron estragos en la
gendarmería que pronto, maltrechos como estaban, tocaron a retirada. Los ranqueños
eufóricos por su victoria arrancaron los “rompepatas”, derribaron los postes y destruyeron 300
metros de alambrado. El Cerco sufrió un serio revés ese día. Los ranqueños, en medio de su
delirante sufrimiento, lo celebraron como si hubieran ganado ya la guerra.
Pero la “Compañía” ordenó un contra ataque, esta vez con la Guardia de Asalto, que metralleta
en mano avanzó hacia el Pueblo. A la entrada, la Puerta de San Andrés, los comuneros armados con fuetes, palos, piedras, y encomendándose a Dios, aguardaron a los gendarmes.
El Personero Rivera salió a preguntarles cuál era el motivo. Un alférez flaco y pecoso le pidió
que se identificara. Rivera le dijo su rango en la comunidad, mientras el oficial se quedó
mirándole con ojos acusadores. Para romper el hielo, Fortunato –que había salido de la cárcel
justo ese día– le preguntó a qué se debía la visita. El oficial muy serio le dijo que había orden
de desalojo y que debían irse de inmediato. Fortunato trató de explicarle que ellos no habían
hecho daño a nadie, que la culpa era de la “Cerro”. “Tienen diez minutos”, dijo el oficial.
Fortunato seguía diciéndole que ellos eran propietarios y no podían desalojar sus tierras, que la
“Cerro” los había invadido y los perseguía para exterminarlos como a ratas. Mientras Fortunato
hablaba el oficial iba recordándole el tiempo restante. De pronto dijo: “Ya no falta nada” y
disparó.
Y, en este Pueblo de Dios, se produjo una vil masacre. Los principales de Rancas: el aguerrido
Personero Alfonso Rivera el heroico viejo Fortunato, Teodoro Santiago el que solía profetizar
desgracias, doña Tufina y otros valientes murieron tiroteados por la policía. (Ellos, los
protagonistas ya muertos, se reconocieron después en sus tumbas y se contaron como fueron
liquidados). Otros vecinos heridos, en vez de ser llevados al hospital para que los atiendan,
fueron encarcelados. Las casitas comuneras fueron pasto de las llamas, las chacras arrasadas,
el ganado también liquidado. Nada quedó en pie, hasta la escuela fue destruida. Rancas fue
borrada de la faz de la tierra.
La novela “Redoble por Rancas”, se apertura con la fábula de la moneda extraviada a
Francisco Montenegro (el Poncho Negro), autoritario juez de Primera Instancia de la Provincia
de Yanahuanca que aterroriza a los campesinos por su crueldad en los castigos y causa temor
en las autoridades locales por la forma como cachetea a quienes no se dirigen a él con sumo
respeto o le causan desaire. Este omnipotente señor administra la justicia como le viene en
gana. Absuelve a un reo cuando está de buen humor o lo hunde en prisión cuando está
enojado. Dictamina las sentencias de los acusados en el ínterin de divertidos juegos de naipe
con sus colegas. Y siempre se mueve al servicio de los gamonales. Llega a legitimar un
genocidio con el auto de “infarto colectivo” ocurrido en la hacienda El Estribo (cuando en
realidad fue un envenenamiento perpetrado por el patrón Migdonio de la Torre contra quince de
sus peones que pretendían formar un Sindicato). Montenegro es como un César, su palabra es
Ley y su presencia eriza la piel. Las autoridades del Pueblo le rinden pleitesía y le consideran
ganador en todos las rifas, premios y concursos.
A la figura del Juez abusivo se contrapone la de Héctor Chacón, el Nictálope –un hombre
extraído de la realidad–, capaz de descubrir la huella de una lagartija en la noche y que se ha
propuesto matar al Juez execrable con su propia mano Chacón regresa a Yanahuanca tras
cumplir su última pena en la cárcel de Huánuco y en la Plaza de Armas se reencuentra con sus
viejos amigos: El Ladrón de Caballos un gigante que tiene el don de susurrar a los caballos y
convencerlos para que abandonen a sus dueños y se fuguen con él a mejores tierras, y El
Abigeo, un tipo sanchopancesco, que posee el don de conocer los hechos futuros por el sueño.
Él sabe de antemano lo que va a suceder. Y no le sorprende ver a Chacón después de tanto
tiempo. Ya lo había soñado entrando al pueblo con esa misma ropa igualito que antes.
El Nictálope, con el apoyo de sus amigos al que se suma el jorobado Niño Remigio y luego el
carismático Pis-Pis, intenta por todos los medios acabar con Montenegro. Pero el doctor anda
bien protegido, por la Benemérita Guardia Civil y por el Chuto Ildefonso y su banda de forajidos.
Además, por precaución, como sabe que lo quieren matar, ya no luce su Poncho Negro fuera
de casa. Se refugia en su despacho casero y desde ahí administra justicia. El ex-convicto sabe
que el Fiscal le tiene miedo y por eso se cuida en extremo. Aunque pronto se le presenta una
oportunidad, con motivo del comparendo entre representantes del Pueblo y autoridades locales
que va a celebrarse en Huarautambo. Chacón le pide al Abigeo que le reúna gente de
confianza y se prepara para cumplir su palabra. Pero un soplo traicionero no se sabe de quién
termina alertando al Cortaorejas, mercenario de oficio, que envía una nota a su jefe
advirtiéndole del peligro que se cierne sobre él. Alertado, el Juez Montenegro huye hacia la
Cordillera salvando así la vida. Chacón se separa de su grupo y es perseguido por la policía con el agravante de haber atentado contra la vida de la máxima autoridad de la provincia. Se refugia en casa de sus parientes. Habla con sus hijos Fidel y Juana y luego con Sulpicia, su madre, que le ayuda
consiguiéndole el vestido de una viuda. Disfrazado de mujer huye a toda prisa y llega a la casa
de Ignacia –una de sus mujeres–, donde inesperadamente le cae el sargento Cabrera con un
contingente de la guardia civil. “¡Si no disparas, te respetaré la vida!”, le grita Cabrera. Chacón
mira hacia afuera y distingue nueve guardias y una docena de tiradores parapetados por las
inmediaciones. A verse solo y sin posibilidades de escapar, rehúsa a usar su revólver, baja por
la escalera de la casa y se entrega a la policía.
MANUEL SCORZA: LA VOZ DE LOS CAMPESINOS
Manuel Scorza es un literato genial, sus obras nos conmueven y hacen cavilar sobre hechos
que sucedieron en realidad y que, por algún motivo, la Historia oficial no los cuenta. Con
categórica pluma pone en evidencia el Derecho civil del país, la muestra tal como funciona, con
errores de interpretación y aplicación por parte de letrados soberbios que insultan y golpean a
los que consideran sus inferiores y mal administran la justicia como el caso del Juez Francisco
Montenegro.
El escritor denuncia los atropellos cometidos por las malas autoridades y el abuso de la
compañía “Cerro de Pasco Corporation” contra los campesinos de esta parte del Perú. Lo hace
metido en la realidad, sufriendo y luchando como un campesino más, y estas absorciones le
facilitan la reconstrucción de los hechos con su arte literario, hilvana frases antológicas, versos
poéticos y metáforas filosóficas de gran significado. Con la Literatura, al que considera el
Tribunal Supremo, es capaz de impartir justicia a los pueblos marginados.
Ya desde muy joven había adquirido un compromiso vitalicio con los campesinos y aspiraba a
un mejoramiento de sus condiciones de vida, que pudieran trabajar su propia parcela, acceder
a una vivienda digna, educarse y ser tratados como personas decentes y no como indios
ignorantes, discriminados u oprimidos por los grupos de poder. Por ello, vio con satisfacción el
golpe que el gobierno de Velasco asestó al latifundio mediante la nacionalización de las
grandes empresas transnacionales, entre ellas la “Compañía” que fomentó el Cerco en su
monumental novela. El Gobierno militar promulgó además amnistía a los presos políticos, lo
que favoreció la salida de muchos campesinos encarcelados por defender sus tierras. El mismo
escritor asistió a la liberación de Héctor Chacón su amigo y a la vez uno de los personajes
centrales de su novela.
Scorza anhelaba una sociedad peruana más equitativa, sin terratenientes latifundistas ni
corporaciones trasnacionales que se adueñen de la tierra y exploten vilmente la fuerza de los
pobres. Creía que era posible lograrlo mediante el diálogo del Gobierno y el Pueblo. Y era
además un hombre consecuente con sus ideas. Declinó gentilmente el ofrecimiento del general
Velasco de ocupar un cargo público alegando que un escritor también sirve a su país con su
arte
Sabio y decidido paladín cultural que, por desgracia, falleció a los 55 años en un accidente de
aviación, el 27 de Noviembre de 1983 en Madrid. Venía de París con la idea de participar en un
Encuentro de Escritores en la ciudad de Bogotá e ir luego a radicar definitivamente a Perú
donde se estaba librando una cruenta guerra. De haber llegado a escribir sobre lo que entonces
sucedía en los pueblos serranos sería la pluma reveladora de esos hechos que remecieron y
desangraron a nuestro país y lo postraron en una trágica convalecencia, habría completado con
magisterio el mejor ciclo de la novela peruana del siglo XX. Porque él conocía la realidad de los
campesinos, sabía cómo pensaban y cómo actuaban, cómo resistían el hambre y el sufrimiento
tanto ancestral como el asestado por los latifundistas del campo y las transnacionales avaladas
por el Gobierno. Manuel representaba la voz y memoria de los campesinos.
Manuel Scorza habría epilogado otras tantas novelas basadas en el devenir diario de la
realidad peruana enlazándolas al último epílogo de “Redoble por Rancas”, fechado el 24 día de
junio de 1983, donde informa que Pepita Montenegro, esposa del juez Francisco Montenegro,
fue secuestrada de su hacienda de Huarautambo y ejecutada por combatientes de Sendero Luminoso. “Desconozco los detalles del drama –dice el autor– acaecido en las cordilleras de la
serranía peruana, que hoy asola, desgarradoramente, la guerra civil”.
MANUEL SCORZA EN EL TIEMPO
En el epílogo de “Redoble por Roncas”, escrito en París y fechado el 24 de junio de 1983,
Manuel Scorza denomina “combatientes” a los senderistas, y “guerra civil” a lo que entonces
acontecía en Perú. Al respecto, si los llamaba “combatientes” era simplemente porque
“combatían” por el motivo que fuere. Y con el término “guerra civil” se refería a los hechos
sangrientos que sucedían en nuestro país. Es obvio que el escritor no estaba de acuerdo con el
accionar de los senderistas. Su ideología política era diferente, apostaba por una revolución
democrática en Perú a partir de la unión de obreros, campesinos y estudiantes, de ahí su
militancia en el FOCEP.
A Manuel, un hombre noble, jovial, carismático, amante de su familia y afectuoso con sus
amigos, que amaba la vida en toda su plenitud y la libertad ligada a una vida digna para su
Pueblo, le dolía la muerte y desaparición de sus compatriotas durante los enfrentamientos de
los grupos armados en su lejano y querido país.
Él estaba comprometido con el sector de los campesinos a los que alentaba para que
mejorasen su organización y capacidad de lucha social. Participó con ellos en una etapa
anterior a la aparición de Sendero Luminoso, cuando luchaban por recuperar las tierras que les
habían arrebatado los grandes latifundistas y las transnacionales que operaban en nuestro país
avalados por los gobiernos oligárquicos. Las empresas extranjeras succionaban los recursos
naturales y minerales de nuestra tierra, obtenían grandes beneficios a costa de la destrucción
de la naturaleza, la usurpación de tierras comuneras y la bárbara explotación de los que
trabajaban en sus minas, mientras en el campo desollado languidecían comunidades nativas.
La lucha de los campesinos estaba pues justificada.
Otra cosa es la lucha emprendida por Sendero Luminoso, que no fue decisión de los
campesinos, sino de gente adoctrinada que con el ideal de la revolución atacaban comunidades
serranas ejecutando a personas que consideraban merecedoras de castigo. Los comuneros
crearon las Rondas Campesinas para defenderse y repeler a los marxistas-leninistas-maoístas
que incitaban a la lucha armada a cientos de jóvenes campesinos sin recursos y faltos de
orientación y oportunidad de alcanzar una vida digna. Los involucraban en su guerra contra la
sociedad, contra las fuerzas del orden público, contra todo lo que representaba al Estado. Los
comandos de la policía y el ejército a su vez, con la consigna de acabar con el terrorismo,
masacraban a personas que no tenían nada que ver con los senderistas. Y entre el fuego
cruzado de estos bandos armados, miles de campesinos, dirigentes de bases populares,
periodistas, policías, vendedores ambulantes, obreros y estudiantes cayeron abatidos
enlutando a nuestro país.
En la guerra desatada -que duró cerca de veinte años- más de 69,000 peruanos perdieron la
vida. La historia del Perú del siglo XX volvió a escribirse con sangre y dolor.
Referente a las obras literarias de Manuel Scorza, en las décadas de los 70 y 80 aún no se
habían digerido, ni siquiera degustado. Quizás por egoísmo, o porque no las conocíamos, o
porque nos envolvió la guerra con su secuela de sangre y muerte del que aún nos estamos
recuperando.
En Perú, salvo alguna editorial, una que otra crítica, nadie promocionaba las obras de Scorza.
Era un invisible en nuestro ámbito cultural pesar de que gozaba ya de fama mundial Se le
ignoraba, tal vez por celos profesionales o envidia, o porque escribía sobre campesinos y
participaba en una facción de la izquierda política.
Scorza marcó un precedente en su etapa de editor. Promocionó el libro y ganó innumerables
lectores. Presentó a autores noveles y consagrados en los festivales de libros que organizó
tanto en Perú como en otros países de América. Con inefable entusiasmo impulsó la cultura
literaria en nuestros pueblos aún en formación. Pero antes que editor era poeta. Por la riqueza de su poemario “Las Imprecaciones” obtuvo el Premio Nacional de Poesía. Luego pasó a novelista. Se reconoce la calidad literaria de sus obras que nos sumergen en un mundo fascinante donde refluyen hechos míticos, históricos, fantásticos y reales. Manuel nos seduce con su voz delirante, agónica,
épica. No es la voz de un “Julius”, ni la de un “Pantaleón”, es la voz del Pueblo que pugna por
sobrevivir en su propia tierra hostilizada por el poder de latifundistas y transnacionales. Es el
ventrílocuo popular, con hilarante inspiración nos presenta hechos visibles a todos pero que
nadie, por incapacidad o desinterés, puede ni quiere ver u oír y mucho menos interpretar.
Este hombre plural, apasionado e inquieto por naturaleza que le impulsó a hurgar en las lindes
de la prestidigitación, la magia y los misterios de la vida no aceptó jamás la imposición cultural
proveniente de los poderosos, luchó contra ellos con todas sus fuerzas. Siempre fiel y solidario
con los marginados, con los que nada tienen, con los que sufren las injusticias sociales. Era un
rebelde impetuoso contra el estatismo y la hipocresía heredada del Coloniaje y el Republicanismo criollo. Apostó por un Perú mejor, donde no cupieran las diferencias sociales, ni la vil explotación humana y la pobreza. Manuel Scorza, preclaro ave fénix poético, reflotó la literatura peruana del siglo XX.
Su Ciclo “La Guerra Silenciosa” es un canto épico al enfrentamiento de los comuneros contra el
poderoso bloque de latifundistas y representantes de la “Cerro de Pasco Corporation”, ocurrido
entre 1950 y 1962. Al inicio, el ingenuo poeta, el soñador de un mundo mejor, sufre lo indecible
mientras con su canto revela la represión salvaje, el sometimiento de campesinos por la fuerza,
la masacre impune. En el transcurso de la lid el bardo indignado, recopila más documentos,
recoge nuevos testimonios y luego experimenta la realidad como secretario de política del
Movimiento Comunal del Perú. Revestido de garabatos y vivencias indispensables, redobla su
accionar. Enarbola su inquieta pluma como arma de lucha. Con rápido ingenio, extrae una
muestra vacía de la Historia Contemporánea y la rellena con sucesos míticos que al trasluz, al
ser leídos, adquieren realidad y dimensión literaria. Ha surgido el genio, pletórico de recursos
lingüísticos, ha completado la Historia que estaba pendiente.
Los críticos literarios, peruanos y extranjeros, reconocen a Manuel Scorza y vienen escribiendo textos referentes al ingente valor social, humano y literario de sus obras. Se está revalorizando el legado literario y cultural del hombre que un día fue candidato al Nóbel de Literatura, que emprendió la edición de un millón de libros en América Latina, que fomentó la lectura en el seno del Pueblo con sus Populibros. Nuestro ilustre compatriota fatalmente murió en un accidente aéreo cuando soñaba con una gran novela social que volviera a izar la letras peruanas en las cumbres de la literatura universal.