PUEBLO DE DIOS

El camión cisterna llegaba solo una vez por semana al poblado. Entonces, los camperos salíamos apresurados de nuestras barracas provistos de cubos de lata, baldes y otros recipientes que pudieran servir para recibir las raciones de agua.
Formábamos un remolino humano alrededor del camión abastecedor, sin dejar de empujarnos
unos a otros con la intención de ser los primeros en adquirir el ansiado líquido.
De tal situación, sacaban provecho los aguateros para cobrarnos precios
exorbitantes por un litro de agua. Ante la detestable actitud de nuestros proveedores de agua,
levanté mi voz de protesta. Les dije que estaban lucrando con la sed de nuestro pueblo y que
los iba a denunciar al municipio de Lima que era el ente encargado de fijar la tarifa del agua y
de regular su comercialización. Ellos se quedaron perplejos mirándome. Mientras, yo pensaba
que con mi enérgica protesta había encendido los ánimos de la tropa y que ahora podríamos
obligarlos a que nos rebajaran el precio del agua. Pero como después de mí nadie dijo nada,
aquellos tipos volvieron a prestar atención a la gente que les solicitaba con premura algunos
litros del necesario líquido.
“No hay otra alternativa –me dijo un vecino-. Pagamos a esta gente lo que nos pide por el
agua, o moriremos de sed como camellos en el desierto”. Pensé que mi paisano quizás tenía
razón. Veía a los niños que correteaban alborotados alrededor del vehículo haciendo chocar los
recipientes que oscilaban de sus manos traviesas, mientras sus madres que hacían cola se
encaraban con los repartidores exigiéndoles que se dieran prisa en atenderlas.
Al ver desvanecida mi protesta, me resigné también a comprar una ración del vital líquido y aún
a sabiendas de que me estaban estafando. De vuelta en casa, aconsejé a mi familia que no
desperdiciaran el agua, que la utilizaran solo para lo necesario, es decir para calmar la sed,
preparar la comida y lavarse las partes principales del cuerpo. Mi mujer y mi hijo me miraban
con unas caritas constreñidas. Yo lo sentía por ellos, pero era fundamental ajustar al máximo el
consumo del agua así como el de otras provisiones en nuestro hogar.
Aparte de la escasez de agua en nuestra joven comarca, el hambre nos azotaba de un modo
inimaginable. Una ración de arroz con camotes y té con pan constituían toda nuestra
alimentación diaria. En todos los hogares de nuestro vecindario, se adolecía de recursos
económicos. Los cabezas de familia, que durante el día nos íbamos a la ciudad a ganarnos la
vida, volvíamos por la tarde trayendo algo de comida a casa evitando así que nuestras mujeres
e hijos se murieran de hambre.
En realidad los seres que más padecían por la falta de alimento adecuado eran los niños cuyos
frágiles cuerpos sufrían desnutrición y enfermedades estomacales. Ello se notaba en el color
verdoso de sus rostros, la hinchazón desproporcionada de sus vientres, la flacidez muscular de
sus brazos y piernas. Por desgracia los niños de nuestra barriada estaban en proceso de
convertirse en pequeñas calaveras humanas. Mientras, sus padres sentíamos la angustia de
haberlos traído a vivir a un mundo de miseria y olvido, a un mundo absurdo, en donde a pesar
de nuestro lacerante sufrimiento pretendíamos plasmar con propias manos un ideal
relumbrante para todos.
Los vecinos del barrio actuábamos con apasionado impulso, obedeciendo al deseo de querer
construir un pueblo donde todos gozáramos del repartimiento equitativo del agua, de la
propiedad colectiva de la tierra, de la utilización común de los recursos naturales necesarios
para vivir. Un sueño utópico brillaba en el fuego sombrío de nuestros ojos; porque pretender
construir una sociedad semejante a la incaica era utopía en el presente siglo.
A veces nos parecíamos a los espectros de Dante, cruzando un nuevo círculo del infierno
terrenal, y otras veces parecíamos Quijotes de humanidad doliente y risible. Así caminábamos
por la vida, tirados a la suerte de Dios, aunque luchando a brazo desnudo contra el hambre, las
inclemencias de la naturaleza y la marginación total a la que nos había condenado una sociedad infame cuyos gobernantes solo se preocupaban de enriquecer sus bolsillos mientras durase sus mandatos.
“Nuestras condiciones de vida pueden mejorar. Pero debemos inspirarnos como lo hicieron
nuestros antepasados, que construyeron ciudadelas y terrazas en las montañas andinas”
“Utilicemos la cabeza para crear, aunque no sean obras de arte, al menos casas donde
podamos vivir con decencia”, decíamos los choceros. Y a esta cantaleta, convertida en idea fija,
le añadíamos el lema: “Comer es cuento. Vamos a la obra”
Atacados por la obsesión del progreso nos motivábamos para reemplazar nuestras originales
chozas de esteras por viviendas a base de adobe y calamina. Así nos dábamos fuerza para
proseguir con nuestra reconcentrada obra de locos: erigir una ciudad en medio de un desierto.
Dejábamos de lado las demás ocupaciones -incluyendo la propia nutrición y las de nuestras
familias-, para enfrascarnos en una tarea que arrancaba con el alba y concluía a la
medianoche.
Vivíamos con la idea fija de construir nuestras viviendas, a pesar de que ello resultaba difícil
debido a la falta de dinero. Sin embargo gracias al compañerismo existente entre los vecinos,
lográbamos reunir alguna suma efectiva para la compra de los materiales que necesitábamos
para la tarea y que luego nos repartíamos sin egoísmo a razón de dos planchas de calamina,
una viga de madera y unas cuantas tejas para cada vecino. “Por mientras, pues –decíamos,
sin perder el ánimo-. Ya cuando tengamos plata le pondremos material noble a nuestras
casitas.”
Animándonos unos a otros avanzábamos con la tarea constructora, a pesar de que sabíamos
que los adobes de barro, los palos de cáñamo, las esteras de esparto y otros materiales
rústicos que empleábamos en la construcción de nuestras viviendas no iban a otorgarnos un
suficiente resguardo contra la copiosa lluvia, la fuerte ventisca, los remolinos de arena que
continuamente recorrían el desolado páramo llevándose por delante todo lo que encontraba a
su paso.