VIVIR POR TI LA VIDA QUE PERDISTE
VIVIR POR TI LA VIDA QUE PERDISTE
Meses después del nacimiento de mi segundo hijo, Flor de María me dijo incrédula que estaba otra vez embarazada. Era una feliz noticia, pero también un motivo de preocupación porque no contábamos con los recursos económicos suficientes para brindar a nuestros hijos una vida digna Ella pensó entonces en la posibilidad hacerse una ligadura de trompas para no tener más hijos en el futuro. Yo desestimé su idea de operarse y ella estuvo de acuerdo conmigo. Le dije que lo mejor sería empezar a cuidarnos empleando los métodos caseros. Decidimos pues que el bebé que venía en camino sería el último vástago de nuestra familia.
Y, una noche de verano, a mediados de la década de los ochenta, Flor de María alumbró a una niña de carita angelical que vino a colmarnos de felicidad e iluminó por completo nuestro humilde hogar. Le pusimos de nombre: Magali. Sus padres la queríamos tanto que ni un solo instante dejábamos de estar con ella; la cargábamos en brazos por turnos para no cansarnos; incluso Rulito y Julián Segundo que, contentos de tener una hermana menor, jugaban continuamente con ella y le hablaban con ese lenguaje propio de los niños.
La niña disfrutaba con las ocurrencias de sus hermanos que entre juegos la besaban y acariciaban con avidez. En el inocente mundo infantil donde mis hijos estaban inmersos, nunca faltaba la alegría y el amor. Flor de María y yo éramos felices viendo jugar a nuestros hijos. En la humilde casita que yo había construido para mi familia sentíamos que la vida era bella y dulce.
Como la pequeña Magali no podía estarse de pie, porque su cuerpo aún no se lo permitía, Rulito y Julián Segundo se subían a la cama, le acomodaban el chupón en la boca para que no llorase y en las manos su pequeña sonaja para que se entretuviera. Los traviesos hermanos saltaban cerca de su hermanita pegando chillidos tan alocados que Flor de María se ponía nerviosa y dejaba sus ocupaciones para venir a vigilarlos. Al ver a la niña tan tierna e indefensa, mi mujer continuamente aconsejaba a mis hijos varones que tuvieran cuidado de no golpear y hacer daño a su hermana menor.
¡Oh, mundo feliz de nuestro hogar! A veces yo, contagiado por las fantasías de Rulito y Julián Segundo, me daba vueltas en la cama y jugaba como un niño con quien no dejaba de mover sus traviesas manitas haciendo ruido con la sonaja que le regalé el día que cumplió los cinco meses de vida. Magali no dejaba para nada su juguete preferido, incluso creía que era su chupón y se lo llevaba a la boca sin dejar de mirarme sonriente con sus ojitos achinados.
Conocía a mi pequeña hija más que a nadie en el mundo; a menudo ella me hablaba con su tierna mirada y yo la entendía perfectamente. Me decía que tenía hambre y yo presto le acomodaba en la boca su biberón con leche; me pedía llorosa que la cogiera entre mis brazos y yo de inmediato la complacía para evitar ver sus lágrimas. La quería mucho y la cuidaba a mi modo cuando estaba en casa.
Una tarde, mi mujer y yo estábamos en la mesa, charlando con unos parientes que habían llegado a visitarnos mientras Rulito y Julián Segundo correteaban por las habitaciones. De pronto oímos el llanto remilgado de Magali. Todos nos pusimos de pie, y al llegar a su cuna, vimos que se frotaba los ojos con sus manitas. Una vez hubo limpiado las legañas de su rostro, con un demán enérgico, nos dio a entender que quería jugar con sus hermanos. ¡Cómo le gustaba sumarse al grupo de niños alborotadores!, aunque la pobre no podía sostenerse en pie y volvía a caer sentada en su cama. Todos lo sentíamos de veras. Entonces, no sé a quién se le ocurrió traer un pedazo de torta y dárselo a la niña que empezó a comer con marcado gusto y apetito. Era un espectáculo verla comiendo así. Nos reíamos de cómo ella a pesar de no tener dientes ni habilidad en las manos se las arreglabas para llevar a la boca el pastel e ir consumiéndolo a sus anchas.
Era una niña inteligente; se daba cuenta de todo lo que sucedía a su alrededor, y además sabía cómo comportarse cuando yo la tenía cargada en mis brazos: se reía conmigo, me susurraba palabras agudas al oído, me acariciaba el rostro y me besaba. Embargado por la emoción yo le decía que era mi niña bonita y que mis mejores atenciones eran para ella. Por su parte mi mujer, preocupada más en cambiarle los pañales, lavarle el cuerpo con agua y ponerle en la boca cucharadas de purés de zapallo que le encantaban, solía decirle a la niña: “eres la reina de mi corazón”. Magali se alborotaba al oír el piropo de su madre, movía alegremente las manos y los pies y pegaba gritillos agudos. Era la criatura linda que todos mimábamos en casa.
Pero una noche invernal, todo cambió de repente. Mi hija se puso enferma, y nosotros no sabíamos qué hacer. Flor de María y yo estábamos preocupados porque el rostro de la niña parecía de cera blanca y su cuerpito permanecía inmóvil como una muñeca inanimada. Decidimos entonces llevarla a un hospital de Lima, a pesar de que era medianoche y ya sabíamos de los peligros que inundaban las calles a esa hora, sobre todo los caminos próximos a nuestro arrabal, donde no había fluido eléctrico, ni vigilancia policial, ni ningún otro tipo de servicio nocturno a la comunidad. Allí tampoco había, ¡maldita suerte!, lo que mi hija, una criatura enferma de seis meses, necesitaba con suma urgencia: un puesto de primeros auxilios, o en el peor de los casos una farmacia o botiquín médico.
Mi mujer y yo estábamos ya listos para salir hacia la carretera Panamericana, distante unos cuatro kilómetros del poblado, venciendo las tinieblas del camino y el miedo a los ladrones. Estábamos dispuestos a todo, con tal de que nuestra hija recibiera atención médica; pero, repentinamente, Flor de María cambió de parecer. Me dijo que podría ser peligroso sacar a la niña de la cama con el cuerpo caliente y exponerla al intenso frío de la noche, que un mal aire podría resultarle fatal y causarle la muerte al instante. Yo también me dejé vencer por el temor de mi mujer; y así pues decidimos esperar hasta que amanezca.
A las cinco de la mañana siguiente, Flor de María y yo envolvimos a la niña en una manta y salimos con ella rumbo al hospital. No sé cuánto caminamos ni cuánto tiempo pasó hasta que el médico de un hospital público limeño nos recibió en la sección de urgencias. No sé tampoco en qué momento mi mujer pegó aquel grito escalofriante que me hizo estremecer justo antes de sentir como si un frío puñal se hundiera en mi corazón impidiéndome respirar con normalidad.
No podíamos creer lo que nos había dicho el médico, así que corrimos de inmediato hasta la camilla donde estaba recostada Magali, descorrimos la pequeña manta que cubría su cuerpo y entonces sí nos sentimos morir de dolor ante aquella visión: mi hija tenía el rostro mortecino, ya no respiraba y su piel se había puesto fría y dura; parecía una pequeña estatua dormida. El médico nos dijo que ya no había que hacer, que la niña había muerto a causa de una meningitis aguda.
No sé tampoco cómo volvimos a casa. Solo sé que de pronto, trastocados por el infinito dolor y los ojos humedecidos por el llanto, estábamos en medio de la sala, abrazando con vehemencia a Rulito y Julián Segundo que habían estado esperando nuestro regreso y que luego todos juntos con las manos implorantes hacia el cielo le pedimos a Dios que recogiera en su seno el alma de la pequeña Magali. Flor de María no pudo más y se dejó caer de rodillas al suelo preguntándole a Dios por qué le había quitado a su hija. A verla así, todos nos abrazamos a ella con fuerza; queríamos decirle en nuestro lenguaje de familia rota por el dolor que lo sentíamos de veras. Mi mujer cuyo aspecto era realmente lastimero, nos devolvió los abrazos con una mezcla de desesperación y miedo, como si temiera también perdernos. Ella lamentó después que Magali se hubiera muerto en sus brazos antes de llegar al hospital.
La muerte de Magali sumió a mi familia en la más infinita tristeza. Casi no salíamos de casa y mucho menos asistíamos a las reuniones vecinales; parecíamos almas en pena que cruzábamos el mundo a hurtadillas, sin hablar con nadie. Aunque la que más sufría era la madre de la niña muerta, que lloraba de continuo y apenas comía y andaba por la casa y la calle como perdida. Yo temía que Flor de María volviera a enfermarse de los nervios. Ver a mi mujer en ese trance me partía el corazón. Y, con el fin de distraerla de su sufrimiento, le propuse irnos de viaje a algún lugar, pero por toda respuesta me puso una mirada tan dolorosa que me conmovió aún más. Me dio a entender que había sido la voluntad del señor llevarse a su hija para que ella pudiera darse cuenta de sus errores y de cuál era su misión en la tierra.
–Con esta cruz en mi corazón –dijo condolida– andaré el resto de mi vida. ¡Pero lucharé! –Empezó a llorar de modo lastimero–: ¡Lucharé contra mi desgracia para sacar adelante a mi familia!… ¡Díos mío dame fuerzas!…
No pude más y la estreché fuertemente entre mis brazos; le dije, como un ruego:
–Cálmate, cariño, no vayas a enfermarte. Tus hijos y yo te necesitamos.
“Oh, criatura de mi corazón, cuán culpables nos sentimos de tu muerte. Si puedes perdonarme a mí y a tu madre, hazlo, por favor. No queremos vivir con este remordimiento en nuestras conciencias. Te fuiste al cielo hija mía, dejándonos solos y quebrantados por el dolor de tu recuerdo. Te marchaste al acabar la primavera, como la bella flor de un jardín que desaparece para siempre. O, como el ángel más puro que después de tomar forma de niña se va al cielo…”
Te sigo hablando, mi niña, mientras, continuamente voy al cementerio y busco con afán la pequeña cruz con tu nombre que yo mismo planté sobre tu blanca caja mortuoria el día de tu entierro. Durante horas permanezco ante tu tumba preguntándole al Señor por qué motivo te arrancó de mi lado. El cielo no me responde y yo sigo manteniendo tu recuerdo en mi memoria. Magali sé que el tiempo implacable intenta borrar toda huella de tu paso por la tierra, pero yo, a pesar de todo, no me resigno a perderte. Tampoco Flor de María, que a diario te lleva prendida en su corazón y en su mente. Nosotros, hija mía, quisiéramos vivir por ti la vida que perdiste.